Las bellas extranjeras, de Mircea Cartarescu
Rumanía existe. Por lo menos eso pienso yo. He oído que de allí vienen Drácula y Ceauscescu, aunque me parece que uno de los dos, no sé muy bien cuál, es un personaje de ficción. He preguntado al del bar, a mi vecino y a los compañeros del trabajo, y me han dicho que también están casi convencidos de la existencia de Rumanía, aunque no tanto de su situación en el mapa. Unos la sitúan más allá de Turquía y otros piensan que se trata de un territorio nómada que va rodando entre antiguas repúblicas soviéticas. ¿Y qué más sabéis del país?, les pregunto. Lobos, me dice uno. Ladrones de cobre, apunta otro. Vlad el Empalador, un tercero. Carros llenos de chatarra. Osos bailarines. Transiberiano, añade el primero. Transilvania, le corrigen.
Es posible, pues, que los rumores según los cuales Mircea Cartarescu es rumano sean ciertos. Menos duda cabe respecto a lo extraño y perturbador de su siniestra prosa, de la cual ya dejamos constancia al reseñar Lulu, El ruletista y Nostalgia. Son unánimes las voces que lo aclaman como uno de los grandes y más originales narradores contemporáneos. Pocos, sin embargo, perciben uno de sus rasgos más singulares, y es que aquí Cartarescu se nos revela como un autor que está hasta las narices de que periodistas y críticos supuestamente cultos antepongan su rumaneidad a su obra, y lo exhiban como uno de esos osos de feria que uno se encuentra en cada esquina de Bucarest. Cartarescu dice basta.
Así, aunque la prosa de este presunto rumano es siempre sorprendente, los que lo conocíais por sus obras anteriores os vais a llevar con Las bellas extranjeras una sorpresa aún mayor. Este Cartarescu ha dejado de lado las arañas y sus quelíceros, los adolescentes travestidos, los suicidas vocacionales, las escaleras oscuras, los recuerdos atormentados y el onirismo, y nos ha regalado una obra divertida (que no cómica), que en ocasiones nos hace reír a carcajada limpia y que consigue incluso que yo por primera vez en mi vida utilice el adjetivo “desopilante”.
Las bellas extranjeras se compone de tres historias. Con la primera de ellas, titulada “Ántrax, nos remontamos a los meses post-torres gemelas y a la histeria colectiva que, durante un tiempo, poseyó a los Estados Unidos a raíz de los ataques al Pentágono, a la Casa Blanca y a otros lugares del mundo con sobres contaminados de ántrax. Cuando el autor recibe un misterioso y abultado sobre enviado desde Dinamarca, llega a la lógica conclusión de que los terroristas del ántrax la han tomado ahora con la literatura rumana, dado que él, “aparte de Hamlet, no conocía a ningún otro danés”. El relato nos cuenta el grotesco periplo de Cartarescu y su esposa por los pasillos de la comisaría, sus enredos con la surrealista burocracia del país, y su pasión, en el sentido pascual, hasta conseguir desembrollar el misterio. Así que la próxima vez que tengáis que ir a una comisaríia a poner una denuncia, llevaos este libro y leed “Ántrax”. Os sentiréis menos solos, dicho sea con todo el respeto hacia el Cuerpo Nacional de Policía.
Pero, por jugoso que sea, comparado con lo que viene a continuación, “Ántrax” es sólo un aperitivo. El plato fuerte de Las bellas extranjeras es la historia que da título al libro, y que es, entre otras cosas, la hilarante crónica de la estancia de Cartarescu en Francia, junto con otros autores rumanos, para participar en una especie de programa cultural y literario que cada año se centra en un lugar escogido prácticamente al azar. El nombre del programa, por algún motivo que nunca llega a aclararse, es Les Belles Étrangères. Es aquí donde entran en acción los nietos de Drácula, los lobos, las bandas de música con sus violines y sus címbalos, y los orfanatos a reventar. Es aquí donde se aprecia en todo su esplendor el paternalismo del filisteo, que formula al autor preguntas como:
“¿Tienen bibliotecas en Rumanía?” “¿Utilizan teléfonos móviles?” “¿Hay editoriales en Rumanía?” “¿Tienen agua corriente en el baño?”
Se dice que España es el país de la envidia, donde se admira al amigo hasta que éste triunfa y lo convertimos en enemigo a liquidar. Me temo, sin embargo, que ni siquiera ese tan poco glorioso ranking logramos encabezar. La otra vertiente de este extraordinario libro es el relato que hace Cartarescu de su vida como autor de prestigio. Las entrevistas absurdas, los premios que se convierten en un castigo, los traductores que no entienden la palabra “tema”, la intromisión de los editores y, sobre todo, las rencillas y el odio entre autores ocupan buena parte de esta historia y sospechamos, una vez más, que los rumanos son en realidad españoles disfrazados. Ved si no:
“En el mundo literario se perdona casi todo, la falta de talento, la vileza, la hipocresía, la cobardía. Se consideran pecados humanos y son contemplados con tolerancia. Lo que no se te perdona jamás, a ningún precio, es el éxito”.
Atacado en un flanco por la ignorancia del público y, en el otro, por el rencor de sus colegas, Cartarescu opta por la sátira más cruel, que es precisamente la que no satiriza, sino describe fielmente.
Sería injusto, no obstante, pensar que el autor se reserva toda su respetuosa risa (aquí sí, a diferencia de otros lugares, Cartarescu no cae jamás en el insulto) para su público y críticos extranjeros. Así, en la tercera y última historia del libro, “El viaje del hambre”, situado en los años de Ceaucescu, don Mircea nos brinda un retrato de la vida de provincias en Rumanía tan hilarante y desolador que ha echado por tierra diez años de trabajo del Ministerio de Turismo rumano.
“Atravesamos ambos las puertas batientes, tan sucias de escupitajos como las paredes de la estación y nos encontramos… en un simple bar. Un apestoso y lúgubre bar, de taburetes altos, un mostrador con una tía asquerosa detrás y, a sus espaldas, en unas baldas de cristal, unas cuantas botellas de coñac Dunarea, Tomis y Ovidiu, del whisky autóctono Ceres y del aguardiente Dos ojos azules. De comida, ni rastro. Ni un triste panecillo, ni una corteza de pan duro.
-Invito yo, tío -dice Ciubotaru y se dirige ufano hacia el mostrador-. Como un señor…
Y no os he hablado de la conferencia que da en el pueblo, de su viaje a una tumba o de su visita a un burdel. Si la literatura rumana no existe, habrá que inventarla.