1948, de Yoram Kaniuk
El siglo XX está repleto de fechas ominosas que cualquier lector asocia inmediatamente con un conflicto. 1914, 1917, 1936, 1939 y sigue contando hasta 2004, por elegir sólo las más relevantes de una lista casi interminable. Por eso, no puede dejar de sorprendernos que 1948 pase relativamente desapercibido en esa lista, cuando, en realidad, en esa fecha estalló una guerra que nunca ha terminado, y que es la causa de buena parte de los conflictos que hoy asuelan el mundo.
Yoram Kaniuk era apenas un mozalbete de 17 años cuando participó en la Guerra de la Independencia Israelí, y en este libro nos cuenta su experiencia en ella. Si todas las guerras son, al mismo tiempo, absurdas y complejas, aquélla lo fue mucho más. Tenemos una coctelera con un pueblo que ha sufrido el mayor genocidio de la historia, otro pueblo que, sin comerlo ni beberlo, es expulsado de su tierra, una comunidad internacional que reconoce el Estado de Israel al tiempo que se desentiende por completo de la situación, y, naturalmente, el Pentateuco como referente de Derecho Internacional
Esta compleja absurdidad la refleja magistralmente Kaniuk desde el primer párrafo:
Ocurrió o no ocurrió, de este modo o de otro, ninguna memoria tiene Estado, ningún Estado tiene memoria. Puedo recordar o inventar un recuerdo y, al mismo tiempo, inventar un Estado o pensar que en el pasado fue otro distinto. Ningún Estado puede ser otro si antes no fue no-otro.
Éste es el segundo libro que leo de Kaniuk, y me asombra la variedad de estilos de este autor. Mientras el anterior, El hombre perro, también publicado en Libros del Asteroide, era una obra complejísima, con una profunda carga filosófica, éste da la impresión de ser mucho más “ligero”. De hecho, este 1948, que ha ganado el prestigioso premio Sapir de Israel, se nos presenta como un libro de engañosa sencillez. Las andanzas del jovem Kaniuk, que se recuerda a sí mismo, herido en el hospital, rememorando el camino que le había llevado hasta allí y casi le hizo perder la pierna, nos hacen pensar en una historia de iniciación que tiene algo de novela picaresca y mucho de alegato antibelicista.
Soy un viejo enfermo pensando en el nuevo Estado que fundó Ben Gurión, un Estado que hoy tiene sesenta años, cuyos padres ya no están vivos y cuyos herederos, unos estúpidos, mentecatos, rateros y granujas, han olvidado de dónde vienen.
El libro comparte algunos puntos con otras grandes novelas sobre lo absurdo de la guerra, desde Las Aventuras del bravo soldado Schweijk hasta Trampa–22, aunque aquí prima la visión ingenua de un adolescente sobre el cáustico retrato de generales y sargentos.
Cantábamos con placer y con coraje. Éramos tan majaderos que pensábamos que realmente sería estupendo morir en Bab el-Wad e imaginábamos cómo nos dispararían misiles anrticarro.
Para el adolescente que fue Kaniuk, la Guerra de la Independencia fue, en muchos sentidos, un conflicto casero, casi chapucero, caracterizado por el caos, la falta de medios, y, de manera sorprendente, la ausencia en aquel momento de un sentimiento nacional.
En la entrada de la oficina había un soldado de juguete vestido con un uniforme impecable que quién sabe de dónde habría salido, porque en Jerusalén aún no había ejército, ni había Estado, ni capital de Israel para la eternidad, ni gobierno, y ellos ya se habían confeccionado uniformes y hasta habían cosido galones en las hombreras de las camisas, y uno hizo el saludo militar y yo me eché a reír. (…) Había que ser un completo idiota, y más que eso, para caminar por campos minados y creer que lo hacía por la nación, a la que nunca conocí personalmente.
1948 tiene un ritmo veloz, y es fácil leerlo de un tirón. Sin embargo, una lectura demasiado rápida entraña el peligro de pasar por alto los momentos verdaderamente cruciales de la historia, aquéllos cuya trascendencia el joven Kaniuk sólo aprecia de verdad con el paso de los años. Y entre el estilo cuidadosamente descuidado que el autor imprime a la narración, destacan un buen puñado de escenas magistrales. Desde el extraño que, salido de los oscuros recuerdos de la shoah, se presenta en casa del autor, y tras reprocharle a éste que no sepa hablar yídish, se enzarza en una pelea a puñetazo limpio con su padre, hasta el momento en que vio la muerte en el cañón de un fusil árabe, pasando por la toma de un pequeño pueblo que cambió el curso de la guerra, o la escena en que amenaza al soldado israelí que le pone un cuchillo en el cuello a un niño árabe, “deja al niño o te disparo” y que se resuelve de forma completamente impredecible, la novela se convierte en una experiencia, no siempre sencilla, pero sí memorable.
… y frente a Ezequiel, no entiendo por qué precisamente allí, frente a su rostro surcado de arrugas, ante la tranquilidad de la tristeza y el pobre esplendor de un anciano soldado, pensé que hay algo en los soldados, en todas las guerras, que la gente que no ha luchado no podrá conocer nunca: la terrible dependencia de la matanza.
¡Qué gran reseña Niño vampiro! No creo que lea este libro pero desde luego que he disfrutado con tus palabras sobre él.
Muchas gracias, Sonia. La verdad es que el libro tardó en gustarme, dado que esperaba algo parecido a El Hombre Perro. Éste es completamente diferente, pero si le das una oportunidad, es, como digo en la reseña, un libro difícil de olvidar.
Un saludo.