Pocas veces entiendo aquello que dicen de ciertos autores cuando se comenta sobre ellos que son autores de una sola obra. Me cuesta ver la conexión más allá del estilo, de algunas expresiones, palabras o recursos literarios. Para mí todo es renovación, actualización, algo nuevo. Excepto con uno. Todo lo contrario a lo que explico me pasa cuando me enfrento (lo que pasa con él no es leer, es luchar) a Luis Rodríguez, un autor para muchos (la gran mayoría) desconocido pero clave para quien sí lo conoce. No sé de nadie que lo haya leído y no diga que es uno de sus favoritos o, como se diría en estos tiempos de generación que ya dan la vuelta al alfabeto, un ‘must’. Estoy hablando, como he dicho, de Luis Rodríguez, quien aparece, resurgiendo de las cenizas de una editorial desaparecida como Tropo Editores, con una nueva novela bajo el brazo de la editorial Candaya: 8.38.
Hace unos días tuve la suerte de encontrarme con Olga Martínez, directora editorial de Candaya. Justo había terminado la novela la noche anterior y todavía tenía su críptico contenido revoloteando por dentro de mi cabeza (ya han pasado bastantes días que la leí y todavía lo noto. Creo que me durará para siempre). Vi que se acercaba al grupo en el que yo me encontraba y sentí la necesidad de hablarle. Le di las gracias por recuperar a Luis Rodríguez (había leído sus anteriores novelas, publicadas por Tropo, y no había podido olvidarlo) y le dije que, aunque hubiera cosas que no entendía, todo lo que él escribía me encantaba. Ella me confesó que le pasaba lo mismo. Mientras me hablaba, pensaba en lo difícil que debe de resultar ser editor de Luis Rodríguez. Acabamos reconociendo que probablemente esa sea una de las gracias geniales de leerle, que te deja, como si fuera un haikú de cerca de 200 páginas, una semilla dentro en forma de contenido indescifrable que poco a poco, si tienes suerte, va germinando y dándote pinceladas de conocimiento. No sabes qué has leído, pero sabes que es algo grande.
En 8.38 (por cierto, título por aquella famosa hora en la que murió Dostoievski; aunque yo creo que algo más) nos encontramos con tres voces, separadas por tres partes bien diferenciadas (o no): la de Pablo, la de Jacinta y la de Claudio. Empecemos por Pablo. Pablo nos habla de un tal Luis Rodríguez, a quien conoce en un hostal de Santander y quien está intentando escribir una novela sobre un Guardia Civil que va en busca de unos maquis. Ese tal Luis Rodríguez cuenta en su carrera como escritor con las mismas novelas que nosotros conocemos del Luis Rodríguez “real”. Digo “real” porque yo todavía no me creo que exista. Y leyendo esta novela, en la que el tal Luis recorre las tres partes como si fuera un fantasma inalcanzable, todavía coge más peso mi convicción. Como vemos, ya empieza el juego. Es solo abrir el libro y darte cuenta de que van a jugar contigo y se van a reír, y mucho, de ti. Con un inicio genial (para variar) y juegos formales que antes de empezar ya te dejan loco, abrir un libro de Luis Rodríguez es algo parecido a aquello que he visto hacer (y me han hecho) cuando un niño coge la cabeza de otro con las dos manos enfrentadas y la bate como si fuera una coctelera. Algo parecido a lo que siente el ser paciente de ese juego o jugarreta infantil es lo que sientes leyendo este 8.38, y anteriores.
Pablo continúa intentando seguir la pista a este Luis Rodríguez quien, de golpe y porrazo, se va al campo y desparece. En esta búsqueda es donde aparece Jacinta, una niña de doce años que sueña con el suicidio de Luis. Intentando descifrar el sueño, la narración se convierte en un juego metateatral. Como si el ser escritor para Luis Rodríguez no fuera suficiente, aquí se vuelve una suerte de Pirandello para seguir jugando con quien haya osado continuar con la lectura. Notas al pie kilométricas (que recuerdan tanto a Borges), juegos de espejo y espirales en forma de relatos, acertijos y textos sueltos, mise en abyme en modo genio, glosas de obras propias y ajenas. 8.38 puede ser lo que quiera, pero sobre todo es un tratado sobre el ejercicio o la vida que puede ser y es escribir.
Acaba el relato con Claudio… o empieza. Y es que es en esta última parte donde Jacinta se erige como motor, como si en realidad fuera ella quien estaba hilando esta historia, como si fuera capaz de, con su mente, crear vida y vidas, las que nosotros estamos viviendo a través de la vista. Y así, sin más, Luis Rodríguez convierte su novela en algo parecido a aquel El retablo de no que hizo hace ya unos años y que podía leerse tanto de un sentido como de otro. Aquí el título en el lomo no está de los dos sentidos ni se juega con el mensaje de esa dualidad. Pero está. Vaya si está. Leedlo y disfrutadlo. Es el mejor descubrimiento literario que vais a poder tener. Larga vida a Luis Rodríguez. Aunque no sepa si es real.
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