La vida es como nos la cuentan, o como la contamos. Son nuestros relatos los que dan forma a los recuerdos. Más allá del bombardeo constante de fotografías, vídeos y realidad virtual, lo que queda, siempre, es el discurso, la explicación que nos dan o que nos damos. Incluso si no se trata de la verdad, si son solamente medias verdades o mentiras completas. La palabra viaja a una velocidad menor que la imagen, y, sin embargo, cuando llega a la casa de nuestra memoria, ocupa inevitablemente la habitación más grande.
De esto habla A contraluz, una interesante obra de Rachel Cusk que publica Asteroide con una buena traducción de Marta Alcaraz (o eso me ha parecido). Un texto reposado, tranquilo, que no trata de salir corriendo a ningún lado, una novela relativamente corta con una mezcla apropiada de gravedad y ligereza. Inteligente, penetrante, aguda. Melancólica, quizá. Un día de sol al final del verano, con la delicadeza de ese destello destinado a morir que besa las azoteas antes de irse.
No existe un arco narrativo en A contraluz, no hay ningún misterio que desentrañar. A algunos les puede resultar aburrida por eso, lo admito. Para ponernos en contexto, la protagonista es una escritora británica que viaja a Atenas a impartir clase en un curso de verano. Poco más sabemos de ella: está separada, tiene hijos, ronda la cuarentena. En algunos pasajes del libro, como muchos hacemos cuando salimos de nuestro entorno cotidiano, examina su vida desde fuera. Pero ni siquiera en esos momentos nos revela muchos más detalles, de la misma manera que no lo haría alguien que, absorto en sus pensamientos, no trata de explicar a un público desconocido sobre qué está reflexionando.
Si encontramos más datos es gracias a los personajes con los que se va cruzando mientras deambula esos días alrededor de la ciudad. Y a través de sus historias. Son los diálogos (transcritos de formas diversas) los que construyen el núcleo la obra, de una manera que me ha recordado bastante a Las invasiones bárbaras o La gran belleza. La protagonista conversa en profundidad con quienes se le ponen por delante: el hombre ya entrado años que conoce en el avión, sus compañeros escritores, sus propios alumnos. Escucha sus vidas, las partes de sus vidas que quieren compartir con ella, y a veces discute lo que dicen, les lleva la contraria. Un punto que me ha llamado la atención de manera poderosa: el relato que nos presenta de cada historia no es inmutable, la narradora lo matiza, lo acota, disiente de aquello que le parece incorrecto o exagerado. Rachel Cusk convierte así la narración en algo más próximo, en casi un juego participativo. Nos obliga a juzgar a nuestra vez, y, a través de ese juicio, a examinarnos, justo lo que la escritora intenta en sus clases, sin muchos visos de tener éxito.
Los temas de conversación son variados, aunque suelen terminar centrándose en las relaciones, en cómo las construimos y las destruimos, o se destruyen, en cómo resumen nuestra existencia cuando hacemos balance.
Como telón de fondo, Atenas, la protagonista invisible, sale guapísima a veces y horrible en otras, aunque dan ganas en todo momento de zambullirse en su Mediterráneo y dejar pasar las horas muertas.
En definitiva, A contraluz es un texto que no estalla en nuestras manos cuando lo agitamos ni nos hace un agujero en la sien con cada página que dejamos atrás. Pero que, como el café, sí que deja después de consumido un interesante poso en el que la mayoría puede intentar escudriñar su presente y su pasado.
Y también su futuro lector, o al menos yo. Porque se nos promete una serie de tres novelas con la misma protagonista que, después de esta, continuará con Transit. Estoy deseando leerla.