La cita de la contraportada. La cita tuvo la culpa. Cuando uno no deja de darle vueltas a la cabeza en su buhardilla a altas horas de la noche, con la botella de whisky al lado de un vaso en el que el hielo hace tiempo que ha perdido su dureza resbaladiza y sólida y ha acabado por diluirse con el líquido de la malta; cuando revisa viejas fotos de viejas guerras entre trago y trago y rememora aquel suceso; cuando se convence de que su mujer no volverá a aparecer en su vida pero ha terminado por aceptarlo; cuando aparta la vista de esas fotos y mira la espalda desnuda de la dueña del coño de treinta años que un sesentón como yo acaba de follarse… Ahí. Ese es el momento en el que uno se da cuenta de que su vida se está yendo a la mierda.
Y es que no estoy acostumbrado a que las cartas me vengan tan mal dadas. A que me vengan jodidas, sí, pero no tanto. Investigar cuernos es lo mío. Solo eso: cuernos. Me llamo Tony Roures y soy detective privado, y antes de eso fui corresponsal de guerra. Y sí, estoy desencantado. Es el papel clásico que me ha tocado en esta historia y no voy a comentar los motivos de mi amargura y desencanto. Si decidí aceptar el caso de esa treintañera fue por hacerle un favor a Marta Robles. Sabía que era virgen en la novela negra, aunque ya leí un relato suyo, Un sabor muy familiar, en Obscena. Trece relatos pornocriminales, que, la verdad, demostró que tenía talento para los casos de ese color. No me arriesgaba mucho, por tanto.
“A estas edades si vas a jugar con fuego tienes que saber que puedes perderlo todo. “Hay un día en el que, de pronto, se pasa de estar seguro de todo a no estar seguro de nada. Esa es la verdadera barrera entre la juventud y la madurez.”
Marta me contó todo la historia. La joven Katia, la muchacha que ahora duerme en mi cama, sospechaba que su madre había sido asesinada en la habitación de un hotel de Buenos Aires. La policía dio por buena la hipótesis del robo y cerró la investigación al no hallar pistas para poder continuarla. Lo gordo del caso viene después. Katia no se iba a rendir. Estaba convencida de que a su madre la mató Armando Artigas, un escritor español de superventas. Un Ken Follet o un Pérez-Reverte para entendernos. Pero no solo eso. Katia afirmaba con rotundidad que Artigas había asesinado también a otras tres mujeres por lo menos.
No podía rechazar semejante caso. La joven pagaría bien y Artigas ya había comenzado a verse con otra mujer, Misia Rohtman, casada con un magnate de la comunicación, y, tal vez, futurible víctima de Artigas… Una mujer por la que cualquier hombre podría matar… o morir. Aunque, si he de ser sincero, el rol de femme fatale no lo interpreta ella, sino el joven coñito argentino que duerme en mi cama.
Pero empezaba hablando de la cita y he desvariado… Cosas de la edad. La cita… sí, sí, sí, sí…
“Ese olor… ¿son violetas? Nunca había conocido a nadie que llevara el perfume a juego con el color de los ojos?”
¿Se puede ser más de género negro, Marta? Ya solo esa cita justificaba el caso A menos de cinco centímetros. Un caso en el que los protagonistas están creados con habilidad magistral. Todos tienen una historia tras ellos que sustenta su carácter y forma de ser. Llegas a entender por qué actúan así o asá, tienen profundidad, están tan bien perfilados que te los crees… ¡Son –con todo lo que ello conlleva– humanos! La pobre Misia, por ejemplo, la cuasi perfección hecha mujer, se debate entre ser fiel a un marido del que no está enamorada pero que le da una estabilidad económica y perderlo todo si es descubierta siendo una adúltera con un hombre que huye del compromiso.
La estructura también es de las que me hacen leer con comodidad. Es un caso coral, en el que mediante capítulos cortos, y siempre en tercera persona, vamos alternando los puntos de vista de los distintos actores de la trama.
No puedo olvidar el sexo. Porque aquí tenemos sexo a mansalva. Un caso como este respira sexo, PIDE sexo. Venga, dale, toma, más y más madera… No es gratuito, también es cierto, y no creo que escandalice a nadie (aunque siempre hay algún mojigato por ahí…) y también hay que admitir que está bien narrado y que, a pesar de haber mucho coño suelto por ahí, no me ha parecido (muy) soez.
Y solo he contado parte del caso. A medida que avancé en él descubrí otra trama que se cruzaba con la de Artigas y que entronca directamente con Argentina, el pasado y una de las peores lacras de la raza humana.
Lo único que puedo objetar de este caso es que más o menos a la mitad ya sabía quién era el asesino. (Lo cierto es que hay pocos sospechosos y una frase clave…) Y la resolución. Me ha parecido algo apresurado y ¿rebuscado? Como si le faltara un poco más de desarrollo. Tal vez haya sido que estaba disfrutando tanto de este caso (nada que ver con el destape de infidelidades, mi terreno habitual) que quería que durara más, pero esa ha sido mi impresión.
A menos de cinco centímetros es un excelente debut de Marta Robles en la novela negra. Un caso en el que te metes sin quererlo y que te va empujando y dirigiendo sin darte cuenta gracias a una prosa fácil de leer pero cuidada, con buen ritmo, con diálogos realistas, escenarios en los que te sitúas sin esfuerzo (y no como el pobre piso al que me acabo de mudar, en donde solo tengo mis discos pero noto mucho la ausencia de mis libros, tan presentes –no los míos en concreto– en todo este caso…) y, sobre todo unos personajes de carne y hueso.
“Escribir una mala novela es muy difícil. Y escribir una buena es un milagro. La diferencia entre una y otra es la emoción. Y ni siquiera eso garantiza su éxito. Por eso solo hay que contar aquello que uno querría leer.”
Y estoy convencido de que este es un caso que a Marta le gustaría leer. Por descontado, no es una mala novela, y sí un pequeño milagro.
Espero tu próximo caso, Marta. No tardes mucho.