Acércate, de Sara Gran

Reseña del libro “Acércate”, de Sara Gran

Acércate

Se desliza en el prólogo de la novela que hoy nos ocupa, Acércate, de Sara Gran ―a cargo de la brillantísima Mariana Enríquez, autora, por ejemplo, del extraordinario Nuestra parte de noche, así que de estas lides oscuras sabe un rato― que existen muchas novelas de posesiones, pero pocas donde el punto de vista, el peso de la narración, recaiga en la propia poseída. Y menos aún donde el agente poseedor sea femenino.

Y siendo una temática que me chifla, reconozco que esto es así. Demonios masculinos, a manta, pero féminas… Se me viene a la cabeza únicamente Lilith (que, curiosamente, saldrá mencionada en la novela, pero a eso llegaremos luego), sobradamente conocida como la primera esposa de Adán y luego repudiada por él, y a la que curiosamente menciono en mi novela La dama pálida como posible influencia (y hasta alter ego) de la sangrienta Erzsébet Báthory. Algo de esa manera de actuar encontraremos en la presencia que atormenta a Amanda, la protagonista de Acércate.

Amanda, arquitecta, felizmente casada, tiene un futuro aparentemente brillante. Pero todo empieza a cambiar de una manera muy sutil, con pequeños detalles que los duchos en este tipo de novelas reconocemos enseguida: un exabrupto fuera de lugar por aquí, un poltergeist de manual con golpes sin explicación por allá, la vida idílica en pareja que se va alterando por broncas de origen tan inefable para Amanda como el de los propios golpeteos incesantes, que de hecho se vuelven más insistente (atronadores) cuando discuten, hasta que llegan los sueños. Sueños con un mar rojo sangre y una chica escarlata que surge de él, y que dice llamarse Naamah (que resulta que, según la Cábala, fue creada justo después de Lilith para sustituirla como pareja de Adán cuando aquella fue desterrada, para darle al hombre lo que la otra no pudo, aunque más bien lo que hizo fue quitárselo en sueños), y te confiesa que le gustas, y que quiere estar cerca de ti. Y, de pronto, la reconoces. Es alguien que nunca se ha alejado del todo de ti, porque es tu vieja amiga imaginaria de la infancia. Pero… ¿es tan imaginaria como afirma?

¿Y si está todo relacionado? ¿Golpes-riñas-sueños-la vieja amiga?

Los comportamientos erráticos aumentan: hurtos de cosas innecesarias, volver a fumar aunque eso sea algo que detesta tu marido (o quizá justo por ello), tomar unas copas solas. Ligar. Antojos nuevos, pero veniales, piensa. Pero también ganas de hacer daño a alguien. Alguien cercano. Solo un poco. Y esto no es tan venial. O lagunas de memoria, o ramalazos de clarividencia, y aquí empieza lo extraordinario.

La sospecha empieza a anidar en Amanda. La palabra (temida, maldita, menospreciada, absurda, aterradora) surge en su mente por primera vez: posesión.

Pero, al principio, para Amanda posesión es liberación. Hay que entenderlo. La novela es del 2003, y las cosas para las mujeres eran más complicadas que ahora. Ser mujer era más complicado. Y Amanda solo quiere volver a ser lo que fue. La que nunca quiso dejar de ser, y que en su interior sigue siendo; la fumadora, la rebelde, la soltera, la malhablada, la desordenada. Y ahora, con ella (con Naamah) siempre rondando muy cerca, vuelve a serlo. No ―le dice esa voz que se parece a la suya pero que Amanda sabe que pertenece a la mujer roja de la playa carmesí―, no eres la de siempre: eres mejor, porque yo estoy contigo. Y lo estaré para siempre.

Y es entonces cuando empiezas a descubrirte en ciertas ocasiones como fuera de ti. Escindida. Y el mundo entero se vuelve rojo y ruge con voz de océano.

Ahora, la pelota está en su tejado. ¿De verdad quiere esa vida? ¿O solo la quiere… porque lo desea ella? ¿La rechaza, entonces? ¿Hay vuelta atrás?

Pero ella (la demonio, la segunda, la moldeada por Dios y repudiada por el primer hombre) es tan fuerte… Sobre todo si la había estando deseando en secreto desde siempre. No la puede decir que no cuando lo que ha estado deseando toda la vida es decir «sí» y ver adónde la lleva. Cuando lo que ha estado ansiando toda su vida de verdad es no volver a sentirse sola.

Volviendo a lo que dije al principio, es en Amanda donde radica la originalidad de la novela (aparte de que no recurre a los típicos clichés en que suelen abundar este tipo de novela) en distintas vertientes: porque es ella misma, y no un tercero, quien nos describe lo que siente, y eso hace más sencillo sumergirnos en la narración y empatizar con ella. Y esto último no es sencillo, porque ella no es un personaje sencillo. Es una persona. Y, como tal, tiene virtudes y defectos, pulsiones, vicios y secretos. Vamos, como cualquiera de nosotros, y aquí radica otro de los logros de la novela.

El estilo de la misma es directo, desprovisto de artificios, y resulta muy adictiva. Sin embargo, personalmente no ha logrado poseerme del todo (y perdón por el chascarrillo manido). Para mí, carece del enfoque originalísimo de, por ejemplo, Una cabeza llena de fantasmas, de Paul Tremblay, ni la profundidad filosófica de Legión o el impacto psicológico pionero del Exorcista, ambas de William Peter Blatty. Ni alcanza, creo, la capacidad de ir creando un in crescendo en la atmósfera y en la angustia de La semilla del diablo, de Ira Levin. Con todo, una novela que, cuando se coge, resulta difícil de soltar, y un soplo de aire fresco, femenino, a un género que siempre parece volver y nunca agotarse del todo.

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