Os confieso que sufro una especie de extraña adicción por David Vann. Su narración, a medio camino entre lírica, oscura y violenta, es tremendamente hipnótica e incómoda, como si uno quisiera parar de leer pero no pudiera dejar de hacerlo. Algo así también sucede en su nueva novela, Acuario, donde abandona por primera vez los páramos salvajes e indomables de las islas de Sukkwan Island y Caribou Island, las montañas de Goat Mountain y el verano asfixiante de California en Tierra, y se adentra en la fría ciudad de Seattle. No se aleja demasiado, es verdad. Después de todo, David Vann sigue sonando a David Vann y su naturaleza, aunque encerrada en tanques de cristal, continúa presente entre sus páginas.
Bien es cierto que ahora, más que algo hostil y amenazante, el acuario al que alude el título es un refugio. Un rincón para soñar y a partir del cual tratar de comprender el mundo. Allí pasa las tardes Caitlin, una niña de 12 años que espera paciente a que su madre la recoja al salir de trabajar cada día, hasta que una tarde irrumpe en su vida un misterioso anciano, cuya presencia, a ratos algo inquietante, es el detonante que desfigura el mundo, o la rutina, que ella y su madre han creado a su alrededor.
Acuario, un poco como Sukkwan Island, sucede en dos tiempos. Una primera parte, íntimamente relacionada con el mundo de los peces, hermosa, casi poética, con hojas de estrellas, medusas y dragones marítimos, de los que se cuelgan, eso sí, las notas de una triste balada, cantada o narrada en primera persona por la propia Caitlin. Y una segunda donde el aire de Seattle se vicia y se vuelve denso, y la realidad se vuelve oscura y angustiosa.
Y es que no importa cuántas veces el escritor cambie de escenario, o la fuerza que este ejerza sobre sus personajes, sus historias siempre están protagonizadas por el lado más salvaje y primario del ser humano. Ese lado oculto de las cosas que no vemos. Es ahí donde resuena la voz del viejo Vann que, aunque no golpee con la misma intensidad que Sukkwan Island, eso es cierto -ninguna de sus obras posteriores lo hacen-, regresa a algunos de sus lugares más comunes: el sentimiento de ira, la culpa heredada o los vínculos de sangre. Pero también a su gran obsesión, la familia como elemento de hostilidad. Tampoco es tan raro, a fin de cuentas ahí es donde empieza y termina todo.
Traducida por Luis Murillo Fort, no se separa en esto del resto de sus obras y, por momentos, aunque con una trama en su recta final algo más forzada, adquiere cuotas de suspense, casi de terror, con giros inesperados, o vueltas de tuerca, allí donde la prosa se aprieta y se torna más violenta, que sumergen al lector en un ambiente inquietante y perturbador. Cierto es que a sus ingredientes tradicionales, añade algún que otro elemento nuevo. Indaga en conceptos como el amor incondicional o el perdón y proporciona algo más de luz al texto, a pesar de que, en el universo retorcido de este autor, la niebla sea siempre demasiado espesa.