He terminado de leer Agua salada, de Charles Simmons, un día de diario, a media mañana, en un bar de barrio a las afueras de Salamanca. Café, pincho de tortilla, el sonido de los vasos al chocar entre sí a la salida del lavavajillas como única banda sonora. A veces uno encuentra la paz lectora donde menos lo imagina, pero cuando lo hace así, de manera inesperada, la sensación que se cosecha suele ser de las más intensas. A mí me ha hecho falta llegar a esas últimas cincuenta páginas en un ambiente tan ajeno a mis costumbres lectoras para recuperar la fe que había tenido en el libro desde el principio, desde esa magnífica primera frase que me había cautivado: “En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó”.
Reconozco que he estado tentado de ponerla al principio de la reseña. Reconozco que también he querido, por un momento, transcribirla y dejarla tal cual, sola, como único testimonio de la lectura. Porque es jodidamente buena y porque, durante gran parte de su recorrido, resumía perfectamente la novela entera. Ha sido solamente en este último tramo cuando he descubierto que detrás de ella se escondía un relato de amplio calado.
Pero vayamos poco a poco. Michael, Misha, pasa el verano de sus quince años con su familia en la isla de Bone Point, un enclave ficticio y bastante paradisiaco en la costa de Nueva Inglaterra. Sus padres, que poseen una de las pocas propiedades de la isla, alquilan su casa de invitados a la señora Mertz y su espléndida hija Zina, unos pocos años mayor que Misha. Unos pocos, que cuando se tienen quince son más bien muchos, y tienden a deslumbrar, y a convertirse a primera vista en el amor de nuestras vidas. Todo suena en Agua salada a primeras veces, a pérdida de la inocencia y a cambios vitales. El verano de 1963, precisamente, precede al asesinato de Kennedy, así que la novela entera rezuma un aire a lo que se va y no volverá.
Sin embargo, la nostalgia no es el eje de la novela, y el narrador, un Michael adulto, se entretiene lo justo amasando los recuerdos. Al contrario, lo que despliega es una narración inteligente a través del variopinto grupo de personajes que transitan por Bone Point: los padres, distintos como el día y la noche (el uno, seductor y confiado, la otra, recelosa e insegura), el enigmático señor Strangfeld, el vivaracho Hillyer y la familia Mertz. Las pasiones se desatan tanto entre los adultos como entre los adolescentes, y Misha va madurando en tiempo récord a través de su propia experiencia y de la observación en sí mismo del reflejo de lo que le rodea. Por supuesto el desengaño es una parte fundamental de este aprendizaje, como lo son el sexo y el alcohol.
En ciertos momentos el ritmo decae y la novela queda adormecida. Pero, al igual que ocurre el océano, siempre presente en ella, uno nunca puede dejarse llevar. Las últimas cincuenta páginas sacuden al lector con fuerza, como si de un barco sorprendido por la tormenta se tratase. Después de pasar por ellas, una vez en la orilla final del texto, se comprende el sentido de toda la travesía anterior.
De manera parecida a lo que dije de Alfa, Bravo, Charlie, Delta de Stephanie Vaughn, creo que Agua salada tiene una calidad especial, que perdura en el tiempo. No en vano, ya tiene un par de décadas y en la impecable traducción que ahora publica Errata Naturae (de Regina López Muñoz) se lee y se disfruta como si estuviera escrito ayer. Porque esto último, en el fondo, no puede ser de otra manera. Quién no recuerda un verano, el verano del primer amor, con tantos detalles como si acabara de pasar.
Qué buena pinta tiene…y además la portada me atrae mucho
Marta: merece la pena (y es mono, sí). Una buena lectura de verano más allá de los típicos “pelotazos” de estas épocas.