Si hago memoria de las primeras novelas juveniles que me mandaban leer en el colegio, se me pasan por la cabeza títulos como Manolito Gafotas, de Elvira Lindo, la serie Pesadillas, de R. L. Stine o El príncipe de la niebla, de Carlos Ruiz Zafón. Todas ellas me parecieron fascinantes y consiguieron su propósito conmigo; me engancharon y de qué modo a la lectura. Aventuras, fantasía, misterios… un mundo se me abría en cuanto llegaba del colegio y cogía uno de esos libros. Mucho tengo que agradecer a los profesores por su elección. No digo que no estuviera mal una versión acorde con aquella edad del Lazarillo o El Quijote, pero las aventuras de autores contemporáneos conseguían llegarme más.
¿Qué libros mandan ahora en los colegios de primaria y secundaria? Pues la verdad, no lo sé, pero bien valdría que eligieran, de entre los listados de lecturas obligatorias, la colección Alcatraz, de Brandon Sanderson. Y de esa colección, uno muy entretenido es este Alcatraz 2. Los huesos del escriba.
Sanderson, además de ser el incansable escritor de fantasía adulta, también dedica parte de su tiempo (para este señor los días deben durar unas tres horas más) en escribir aventuras de corte juvenil. Y su personaje protagonista, Alcatraz, tiene todos los elementos para conquistar a los lectores: chaval de trece años, un tanto rarito, con cierta tendencia a destrozar cosas y meterse en líos cuanto más variopintos, mejor. Pero como un personaje solo sabe a poco en una aventura, mejor meterle secundarios de lo más molones. Y ahí están su amiga Bastille, que con la ayuda de su madre tendrán el propósito de vigilar y proteger a Alcatraz para evitar que al chico no le dé por abrirse la crisma o algo por el estilo, Kaz, el tío enano de Alcatraz y con poderes absurdos a la par de prácticos (según qué casos, claro), una prima de la familia con habilidades heredadas igual de torpes y por supuesto el entrañable abuelo Smedry, el más tarado de todos. Menudas patas para un banco.
Alcatraz 2. Los huesos del escriba narra las escaramuzas en las que se va a ver envuelta la peculiar pandilla para conseguir rescatar al abuelo Smedry. Y aquí viene lo bueno, el lugar al que tienen que viajar no es otro que la legendaria Biblioteca de Alejandría, la cuna del saber. Esto ya debería ser motivo de sobra para hincarle el diente a este apetitoso libro. Al menos conmigo lo fue. La gran Biblioteca de Alejandría, el sueño de todo amante de los textos escritos. La cúspide de los misterios ocultos de la humanidad. En el libro, las Tierras Silenciadas por los malvados Bibliotecarios, es decir, Estados Unidos, Europa y Canadá, desconocían por completo la remota existencia de dicho lugar. Bueno, saben lo mismo que hemos leído en cientos de libros de Historia pero, ¿quiénes supervisan esos libros y la información que en ellos se vierte? Ahí entra en juego esa organización malvada que son los Bibliotecarios, inmisericordes censuradores de la información. Gracias a Alcatraz y sus amigos, por fin vamos a poder adentrarnos en la majestosa biblioteca y destripar todos sus misterios.
Bueno, lo de destripar a lo mejor no es lo más apropiado ya que la biblioteca en cuestión está protegida por alguien que amenaza con hacer precisamente eso. No iba a estar ahí sin más esperando a que alguien entre a ella como Pedro por su casa. Crípticos jeroglíficos egipcios, libros escritos en sumerio e incluso libros de recetas de comida de la tele están protegidos por unos horribles espectros que amenazan a todo aquel intrépido que se adentre en los pasillos y recovecos de la Biblioteca de Alejandría. En el fondo son majos, pero con muy mala idea. Te ofrecen un libro a cambio de tu alma. Como cuando abres la puerta a los del Círculo de Lectores, vaya.
Trescientas páginas llenas de ritmo y humor; de fantasmas sectarios recorriendo los pasillos repletos de estanterías de libros; trampas ocultas en cada rincón de la Biblioteca de Alejandría… ¿Qué más se le puede pedir a un libro de aventuras juveniles? De nuevo vuelvo a sentirme como en aquellas tardes después del colegio deseando coger el libro y no soltarlo hasta acabarlo.