Si alguien nos pide que resumamos nuestra vida durante, pongamos, una entrevista de trabajo, seguramente haremos un relato ordenado y lineal. Repasaremos nuestra infancia, los años de universidad, nuestra independencia, daremos fechas en orden cronológico e iremos acumulando líneas vitales una sobre otra de igual manera que si tuviéramos delante un papel cuadriculado. Si esa misma persona, olvidados el traje, la corbata y la seriedad, nos hace la misma petición horas más tarde en la barra de un bar, con el suficiente alcohol o la suficiente confianza como para que se nos estire la lengua, sin trabarse, y se nos desordenen los recuerdos, nuestro relato será completamente distinto. Al menos seguirá otro patrón, más errático, lleno de lagunas pero a la vez plagado de detalles más concretos. Cómo olía la habitación de nuestra primera casa, qué nos dijo mamá cuando nos despidió en aquel andén, en qué momento exacto dejamos de pensar que los polvos con nuestro primer amor eran descargas eléctricas interminables.
Alfa, Bravo, Charlie, Delta, de Stephanie Vaughn es, en apariencia, un libro de relatos. Pero sus piezas encajan entre sí y terminan formando un puzle biográfico con aire de novela. Todo él, o casi, gira en torno a la vida de Gemma Jackson, y está contado en primera persona. Igual que si nos hubiéramos encontrado a la propia Gemma (que no es más que Stephanie misma) y, a la luz mortecina del motel en el que terminan durmiendo algunos de los personajes que transitan por el libro, nos hubiera hecho un recuento de su existencia hasta entonces y una previsión de lo que se le venía encima en el futuro. Su infancia en los sesenta, cambiando continuamente de domicilio siguiendo los destinos de su padre, militar; las enfermedades de sus parientes cercanos, la resiliencia de las mujeres de su entorno; los continuos fracasos de sus relaciones amorosas (ladillas incluidas). Todo ello trufado, de cuando en cuando, con historias contemporáneas como las que cualquiera puede saber y contar sobre el vecino de enfrente, que no son más que una extensión de las propias.
Una vida entera en clave de anécdota, y en cada anécdota una apertura y un cierre, un trago de alcohol o de sinceridad de por medio, quizá un tiro descuidado a un cigarrillo a medias en la puerta del garito de turno y al momento siguiente una mirada inteligente a las estrellas.
Este aire familiar pero a la vez exacto, preciso y brillante da lugar a un volumen que deja poso. Es liviano, ocupa menos de doscientas páginas, se abre y se cierra en un suspiro, y con un suspiro se cierra precisamente, o eso me pasó a mí al menos. Entre medias, Carver se acuesta con Richard Ford mientras mira Tobias Wolff y llama David Vann a gritos desde la otra habitación, por citar algunos autores que me han venido a la cabeza mientras Vaughn la atravesaba. Minimalista sin perder el lirismo, detallada en la descripción castrense sin resultar aburrida, capaz de ambientar sus historias tan bien en medio de Nueva York como en la inhóspita frontera con Canadá. Historias con fondo y trasfondo para pararse un momento a observar, con una lupa y un cuaderno.
La única mala noticia es que Stephanie Vaughn se ha prodigado poco. Los relatos que componen Alfa, Bravo, Charlie, Delta llegan hasta 1990. Después, prácticamente nada. Y no es que se haya escondido bajo tierra. Imparte clases en Cornell (ha sido tutora de Junot Diaz, entre otras), sonríe en las fotos, al menos en la de la solapa de esta edición de Sajalín, y no tiene cara siquiera de haber alcanzado los sesenta años. Dice que prepara una novela pero nadie ha visto ni rastro de ella hasta ahora. Quizá tiene claro a estas alturas, como me ha quedado a mí después de leerlo, que este Alfa, Bravo, Charlie, Delta se sostiene sin más contrafuertes en la categoría de libros que le aguantan la mirada a los clásicos contemporáneos. Uno de esos que casi nadie ha visto en una librería pero todos citan cuando les piden recordar, en cualquier entrevista ordenada y seria o en cualquier bar de madrugada, da igual, alguno de sus libros favoritos.
No es “se nos estire la lengua” sino “se nos tire de la lengua” pero en este caso la expresión correcta sería “se nos suelte la lengua”.
Gracias por el comentario, Lola. En efecto, lo más correcto es “se nos suelte la lengua”, lo mío ahí ha sido una licencia poética, nada más.