Las revoluciones tienen épica. Acaben como acaben, que con frecuencia suele ser con violencia y miseria prolongadas a lo largo de décadas, no cabe duda de que a los barbudos con fusil no les falta ni un ápice de épica y estética (observad que me he dejado una palabra en el tintero). Vaya esa observación por delante para dejar claro que, después de los cubanos, o de gran parte de ellos, no hay nadie que simpatice menos que servidor con el coma andante, hoy yaciente, con su hermanísimo, o con toda esa retórica bélica de luchas, muerte y victorias finales. Y sin embargo…
…sin embargo, justo es reconocer que, de haber estado allí, probablemente hubiera simpatizado con los barbudos. En 1959, la Perla del Caribe era, desde hacía años, un paraíso de la mafia norteamericana, y personajes como Lucky Luciano se sentían en La Habana como en su propia mansión. En un país donde un tercio de la población vivía bajo el umbral de la pobreza, el crecimiento económico, del que se beneficiaban (un poquito) los obreros y, en gran medida, los casinos y las redes de prostitución, era una mera estadística. El país estaba hundido en la corrupción a todos los niveles, y vale la pena recordar las elecciones fraudulentas de 1954, en las que Batista llegó tan lejos en su uso del chantaje, la intimidación y el fraude, que todos los partidos de la oposición retiraron sus candidaturas y promovieron un boicot a dichas elecciones. ¿A alguien le suena?
Así estaban las cosas cuando, a finales de 1958, el actor Errol Flynn, cuya declarada admiración por Castro fue probablemente el más venial de sus pecados, llega a La Habana en compañía de sus propios despojos y del fotógrafo Frank Spellman. Flynn, con la excusa de buscar localizaciones para su próxima y, en realidad, última película, se propone entrevistar al líder del Movimiento 26 de Julio, es decir, a Fidel Castro, con el objetivo de relanzar su carrera cinematográfica. Por ello ha engañado a Spellman (que en la vida real se llamaba John McKay), que, no obstante, conociendo la catadura moral del actor, sospecha que lo están llevando al huerto. El contraste entre la épica de cartón piedra de Flynn y los temores del pusilánime Spellman se refleja en las dos primeras viñetas. La que abre la novela nos podría remitir a la inolvidable escena inicial de la serie de Corto Maltés, mientras que al pasar la página nos encontramos con un primer plano de Spellman vomitando con un sonoro ¡buaaargh!
No obstante, en Cuba todo es posible, y si el Robin Hood de tres al cuarto se convierte en gallina, el timorato periodista tiene la ocasión de convertirse en héroe. Es Spellman, en efecto, quien se hace con el papel protagonista de esta excelente novela gráfica, y lo hace entre personajes de tanto calado como el Che, Castro, Camilo Cienfuegos o el no poco patético Hemingway.
Con unas viñetas de gran dinamismo y un atractivo uso del color, que destaca por su sencillez y realismo, Agustín Ferrer Casas nos brinda una novela con acción, política, historia, diversión y grandes personajes; una novela que, por suerte, se puede disfrutar sin necesidad de alzar el puño. Las palabras de ese profeta de melena blanca al viento que se pasea por sus páginas siguen resonando hoy como quizá lo hicieron hace 60 años: ¿no hueles cómo arde Cuba?