Reseña del libro “Autoficción”, de Juan Carlos Márquez
Pues el caso es que hace tiempo (tanto que ya no sé si fue real o fruto de mi imaginación) leí el primer libro de relatos de Juan Carlos Márquez, Norteamérica profunda y, por el simple hecho de tener ese leve recuerdo, supuse que, lógicamente, me había dejado un buen sabor de boca.
No obstante, como ya no me fío ni de mí mismo ni me reconozco en la mayoría de las toscas imágenes que proyecta mi atribulada mente, hace un par de semanas decidí echarle otro vistazo. Y entonces sí, la cosa quedó (re)confirmada. Aquellos cuentos costumbristas (y bien pesimistas) en torno a unos territorios (geográficos o humanos) inhóspitos y melancólicos, me habían hecho pasar (otra vez) un buen rato. Por eso, y aunque mi religión no lo ve con buenos ojos, hace unos días me hice con Autoficción, el nuevo libro de cuentos de Márquez que editan esta vez los amigos de Aristas Martínez.
Y debo decir que ni tan mal, ¿sabe usted? Para nada. Que los años le han caído muy bien a Márquez, claro que sí, y que además han traído a sus cuentos un surrealismo y una ficción extravagante, absurda, satírica y llena de metáforas profundas y de historias personalísimas sobre el asunto este social del vivir que, en lo que a mí respecta, son pura golosina y que, bien pensado, puede que sea lo que le pide a uno el cuerpo cuando se pone a leer (y a escribir, incluso) a partir de una edad, y más viendo la que está cayendo ahí fuera.
Autoficción contiene diez relatos que funcionan en la mente del lector como extraños y modernos documentales, de esos que se desarrollan a partir de cierto tipo de imágenes y diálogos aparentemente inconexos, pero que al final resumen una idea, quizás abstracta, quizás taimada, pero con la que se quiere explicar en qué consiste el mundo contemporáneo.
Una particularísima visión sobre el sexo, la vejez, la paternidad, las relaciones familiares o las redes sociales, entre otros asuntos, es la que subyace bajo la piel de las historias de cada relato, pues todos estos temas están muy manoseados ya y sería muy aburrido leer sobre las mismas cosas y desde las mismas perspectivas. Sin embargo, Márquez y su imaginativa y extravagante mente, nos habla de los pezones de la novia de un alumno de un taller de escritura, de viejos que empapelan paredes con sudokus, de un buzo que se le apareció a Franco mientras pescaba o de cuñados que se empeñan como si de un viejo reloj de oro se tratara. Y es sobre estas historias de locos sobre las que planea, sin remedio y con maestría, esa sensación de incomprensión y de extrañamiento que tan familiar nos suele resultar en el hecho de vivir este aquí y este ahora. El estupor y el espanto, por supuesto. Un impredecible (pero omnipresente y bien perceptible) olor a soledad. A esquizofrenia colectiva y a enorme melancolía.
Este es un ejercicio de autoficción (pero de la buena, claro) que ha creado Márquez para que lo hagamos nuestro. Un ejemplo de la autoficción que, al aplicársele los aumentos necesarios, se despixela y se transforma de repente en algo reconocible, invariable y constantemente real. Una autoficción hecha con el negrísimo humor que conlleva la tarea de decirnos a nosotros mismos que aún estamos vivos.
“Historias de corte surrealista que esconden una verdad realista y siempre particular”.
No me diga que no le parece una estupenda definición para el término.
Ya, lo sé.
¡Pero no me diga que esa autoficción es mejor que esta porque le dejo a usted en la casa de empeños!
Grrrrr.