Toda mi vida he veraneado en un, antaño, pequeño pueblecito de pescadores en la costa de *** (aunque ya no es pequeñito, no quiero contribuir aún más a su desarrollo, o mejor dicho, crecimiento desbocado). Para un niño, era un lugar idílico, aislado del resto del mundo, y con playas que quitan el hipo. Llegar ahí era una pequeña odisea, con carreteras llenas de curvas y baches que se contaban por decenas. Y una vez ahí, el mes de agosto que pasábamos era un pequeño viaje en el tiempo hasta la España del desarrollo: no había teléfono, televisión ni agua corriente, y la electricidad se iba en todo el pueblo al menor soplo de viento. Durante nuestros paseos en familia por el campo, levantar una piedra era arriesgarse a sufrir la picadura de un alacrán o el mordisco de una víbora, pero el mar… ¡ah, el mar! No hacía falta más que chapotear entre las rocas para dar con un pulpo, encontrar percebes, y, con mucha suerte, ver el último ejemplar de *** (os lo pondría muy fácil si os digo de qué animal de trata) del que se tiene constancia en España.
¿Y la gente? ¿Cómo vivía? Pues todo el mundo se conocía. Eran pocos y, si no te topabas con ellos en un bar, te topabas en el otro. A nadie, aparte del notario de Madrid que veraneaba allí, le sobraba el dinero, y a nadie le faltaba nada. Y un buen día…
… toda la región se convirtió en una de las más prósperas de España y el pueblo empezó a crecer y crecer. Hoy es un pueblo con pizzerías, mercadillo hippy, bares con wifi y albergues juveniles.
Me pregunto si Lana, que perdió a su madre en el mar y que ha regresado con su padre a Bahía Acuicornio para ayudar a limpiar después de la última y devastadora tormenta, querría ver una transformación parecida en el pueblo que la vio nacer. En su regreso, Lana ve la vida en la bahía desde otra perspectiva. Ya no es la misma persona: ahora vive en la ciudad y, tras la pérdida de su madre, es su tía Mae quien se erige en su pilar espiritual. Lana creció en el pueblo, pero solo ahora descubre los animales de la zona y solo ahora, de la mano de su tía, aprende a pescar.
Mae es pescadora, como lo fue su madre y la madre de su madre. Pero Katie O’Neill tiene el acierto de no presentarnos una visión idealizada de estas pequeñas comunidades ancladas en la tradición. El mar, por boca de la reina de los acuicornios, le pide a Mae que abandone las redes de plástico y vuelva a los métodos de pesca de sus ancestros. Mae, sin embargo, le responde que su pueblo es muy pequeño y el daño que puedan causar al mar es mínimo. ¿Os suena? Qué más da que tire una botella al mar, qué más da que deje el grifo abierto mientras me lavo los dientes. Así, bajo su apariencia de cuento para niños, Bahía Acuicornio tiene un mensaje político muy sencillo, pero fundamental. Somos responsables de lo que nos suceda.
No sé cómo serán las cosas en Nueva Zelanda, país natal de la autora, pero, en camisa blanca de mi esperanza, donde tanto nos gusta culpar de todo a los políticos y, al mismo tiempo, esperamos que sean ellos quienes nos saquen las castañas del fuego, la idea de que cada uno de nosotros es responsable de sus propios actos se me antoja absolutamente revolucionaria.
Si además, ese mensaje viene engarzado en una historia bien narrada, con personajes redondos, y donde el elemento fantástico destaca por su naturalidad, este Bahía Acuicornio es un libro perfecto para leer con vuestros hijos.
Yo, de momento, seguiré veraneando en ese pueblo de cuyo nombre, por lo menos hasta el día en que la prosperidad acabe con él.