Bartleby, el escribiente, de Herman Melville, es uno de esos títulos que suelen aparecer en las listas de libros que hay que leer antes de morir. Por eso, yo, que soy muy de clásicos, lo había anotado en mi lista de pendientes desde hace mucho; pero la verdad es que no tenía ni idea de qué trataba. Al ver que Navona lo reeditaba en su colección de Ineludibles, decidí que había llegado el momento de tacharlo de la lista.
Lo primero que me sorprendió fue que, más que una novela, es un relato largo. En esta edición, ocupa ciento cinco páginas, aunque con amplios márgenes. Lo segundo que descubrí, gracias a la contraportada, fue que había influenciado a autores como Albert Camus o Franz Kafka y que Vilas-Matas había acuñado el término bartleby para definir a los escritores que renunciaban a seguir escribiendo. Cuando un autor consigue que su nombre (kafkiano, dantesco, orweliano, sádico) o el de uno de sus personajes (quijotesco, lazarillo, donjuán, lolita) se convierta en una palabra con entidad propia e, incluso, en un símbolo, se merece todos mis respetos.
Mis expectativas estaban más altas de lo que esperaba cuando abrí Bartleby, el escribiente. Con cierto temor, comencé el prólogo. Nunca se sabe si el autor de este nos va a atacar con un spoiler o va a azuzar nuestro interés por la lectura. Por fortuna, Juan Gabriel Vásquez hizo lo segundo, al repasar la trayectoria vital y profesional de Herman Melville y pese a dar bastantes detalles del relato en sí. Pero es que lo que se cuenta es lo de menos, porque la verdadera grandeza de esta historia es cómo el narrador nos hace partícipes de su desconcierto al tratar de comprender a Bartleby.
Como digo, el argumento es lo de menos y es mejor conocerlo en las palabras de Melville. Solo diré que el narrador es un abogado de Wall Street que tiene a su cargo a varios copistas judiciales y un día contrata a Bartleby. Al principio, parece diligente, hasta que el abogado le pide que repase una transcripción y Bartleby le responde, sin inmutarse, «Preferiría no hacerlo». A partir de ahí, la resistencia pasiva del escribiente provocará la incomprensión de todos, rallando lo absurdo.
Bartleby es el elemento discordante en ese mundo laboral urbanita aparentemente respetable, mientras que el abogado es el único que se esfuerza, siempre con buena voluntad, en que su escribiente vuelva a comportarse como todos esperan que lo haga. Y basta la tensión entre estos dos personajes para que Herman Melville nos haga pasar por la compasión, la risa, la confusión, la pena. El poder de la buena literatura, ni más ni menos.
Bartleby, el escribiente fue una de las primeras ficciones que plasmó las pequeñas tragedias que se esconden tras las relaciones laborales de un mundo en permanente cambio y dejó huella en autores que marcarían la literatura del siglo XX. Sin duda, también la dejará en los lectores. Merece estar en las listas de los libros que hay que leer al menos una vez en la vida.
El escribiente Bartleby es un pequeño tesoro de humor donde se administra, con finura, una generosa dosis de estupor ante las posibilidades de lo absurdo y humano.
Buena descripción.