El Berlín de 1936 está lleno de cafés, de teatros, y se transforma al atardecer en una ciudad con glamour, llena de vida y de color. La ciudad que alberga los Juegos Olímpicos hace gala de una apertura y de una modernidad que la convierten en la capital del mundo durante aquellas semanas, o al menos esa es la imagen que reciben los que la visitan de paso y quienes están atentos a los Juegos desde el exterior.
Leyendo Berlín, 1936, de Oliver Hilmes, una de las cosas que se comprenden a primera vista es cómo los Juegos Olímpicos berlineses no fueron los primeros de la era moderna, pero sí marcarían la entrada en época contemporánea de la competición, a pesar de su posterior interrupción por la Segunda Guerra Mundial. Sobre todo en cuanto a repercusión y a imagen. El poderoso aparato promocional del Tercer Reich se preocupó de que así fuera, dando una difusión al evento hasta entonces desconocida. Los mejores medios técnicos, los últimos avances en equipos de filmación y de retransmisión, todo con la intención de contar cada detalle, incluso aquello que no cuadraba especialmente con la política del nazismo, como los cuatro oros de Jesse Owens.
Diplomáticos y atletas se cruzan con artistas y con los más renombrados personajes del régimen en las páginas de Oliver Hilmes. Berlín, 1936 reconstruye la historia de aquellos Juegos pero sobre todo el sinfín de historias alrededor, la mayoría de las cuales tenían solamente una relación tangencial con las olimpiadas. Los celos de Joseph Goebbels, ministro de propaganda, hacia Leni Riefenstahl, la cineasta encargada de la magna película oficial del evento que contaba con carta blanca incluso por encima del propio Goebbels; el desprecio de Hitler hacia los miembros del COI, a quienes llamaba directores de “un circo de pulgas”; y una en la que se detiene especialmente el autor, la de Thomas Wolfe, el novelista, que pasa aquellos días en la ciudad invitado por Rowohlt, su editor, y al que leemos reflexionar (a través de citas literales de sus diarios) sobre las diferencias que encuentra entre la aparentemente próspera nación germana y sus decadentes Estados Unidos. En el recorrido de Wolfe encontramos un resumen bastante acertado de este texto, la fascinación inicial del escritor ante la grandeza del nazismo y de los Juegos termina en desencanto final, al darse de bruces con la realidad escondida detrás de aquel decorado olímpico.
Porque frente al oropel de las medallas y de la vida nocturna, Hilmes va intercalando los informes policiales sobre los judíos represaliados y los exiliados, las notas internas de los servicios secretos destinadas al control de la población durante los Juegos, los numerosos suicidios (casi nunca consignados como tales de manera oficial) y, como punto culminante de toda aquella contradicción, los trabajos para la construcción del campo de concentración de Sachsenhausen.
Dieciséis capítulos, uno por cada día de los Juegos, conforman este libro, abrumador por momentos, con una cantidad infinita de fuentes, siempre de primera mano. Se diría que Oliver Hilmes anota en él hasta el más mínimo vuelo de una mosca sobre el Berlín de aquellos días. El pronóstico del tiempo de cada jornada, cada detención policial, las identificaciones, hasta la más insignificante multa. Quizá ello mismo pueda llevar a un poco de cansancio al lector y provocar hastío en algunas páginas. Más allá de eso, y sin caer en la simpleza de decir que “se lee como una novela”, Berlín, 1936 es un relato fiel, equilibrado y tremendamente bien documentado de los Juegos Olímpicos del nazismo, una guía con bastantes claves para comprender tanto lo que vendría después como, sobre todo, su contraste con lo que se dejaba atrás en aquel momento.