Berlín 1961, de Frederick Kempe
El de historia–ficción es un subgénero muy atractivo para cada vez más lectores, porque nos permite fantasear con el eterno misterio en la historia individual y colectiva del hombre: ¿qué habría pasado, si tal cosa hubiera sido de otra manera? Los novelistas que con más acierto y talento cultivan dicho subgénero son aquellos que saben estimular nuestra mente, inspirarnos preguntas y hacer cábalas sobre las respuestas, sabiendo que no hay ninguna acertada ni desacertada.
Berlín 1961 no es ficción, pero hace equilibrios en el límite mismo de la realidad y la ficción, y resulta, a mi modo de ver, más apasionante y provocador que una novela (además de que se puede leer casi como una novela que combina muchos géneros: el espionaje, la ficción histórica, el costumbrismo, la denuncia social, el género bélico y posbélico), porque los hechos son tristemente reales: la división de Berlín y de Alemania entera, y el levantamiento del bien llamado muro de la vergüenza.
En Berlín 1961, Frederick Kempe hace una crónica exhaustiva e inmisericorde de los tiempos y los pasos que condujeron a ese fracaso histórico. Exhaustiva, porque no escatima en detalles, muchos de ellos, al parecer, material recientemente desclasificado; y, muchos, sorprendentes, dignos de una novela de espionaje; e inmisericorde porque, aunque Frederick Kempe es hijo de alemanes, es, a la vez, muy norteamericano como autor, ya que realiza una aguda crítica al poder y a los poderosos de aquella época y, al hacerlo, va tejiendo y exponiendo muy claramente sus tesis sobre cómo y por qué se llegó a la decisión de construir el muro y cómo y por qué tal cosa fue consentida por el mundo occidental.
En última instancia, Frederick Kempe responsabiliza de la prolongada partición alemana y europea a todos los hombres clave de aquella época pero, sobre todo, a dos: el presidente Kennedy y el primer ministro soviético Jrushchov, al primero pintándolo como mucho más pusilánime y peligrosamente indeciso de lo que su rompedora imagen pública daba a entender, y al segundo, como una especie de energúmeno hooligan de la política mundial, obsesionado con aventajar económica y tecnológicamente a los Estados Unidos. Por las 550 páginas de Berlín 1961 (671, si contamos los apéndices) desfilan embajadores, cancilleres, periodistas, hombres de la CIA y la KGB, consejeros, ministros, y casi ninguno de ellos queda bien parado a ojos de Frederick Kempe, que desvela elocuentes detalles sobre sus actuaciones en los camerinos ocultos de la política, aquella que se desarrolla lejos de los focos y los vítores de las multitudes, lejos de los discursos llenos de poesía y grandilocuencia; una política real que queda descrita más como un juego de risk que como el conjunto de decisiones inspiradas por altos ideales de unos hombres que buscan el bien común. Y es el presidente Kennedy quien se lleva la peor parte en Berlín 1961, como líder del mundo occidental que, a juicio de Frederick Kempe, pudo hacer más por evitar el muro, pero no lo hizo (y el autor explica por qué, según él, actuó así).
Aflora, al final, la pregunta: si quienes estaban escribiendo la historia hubieran decidido obrar de otro modo, ¿habría durado décadas el muro, las dos Alemanias, las familias separadas, el continente roto, las dictaduras erigidas bajo la excusa del paraíso socialista? ¿Se habría podido evitar el sufrimiento de tantos millones de personas, ayudando a sus países a conquistar regímenes democráticos? Evidentemente, jamás podrá nadie responder a esas preguntas, ni tampoco lo pretende Frederick Kempe. Lo que sí propone es que reflexionemos sobre la política real y sobre los políticos, cuyas estrategias e intereses puntuales no siempre coinciden con el bien común: los efímeros hurras al discurso de Ich bin ein Berliner, sobre la realidad fría y duradera de la vergüenza y el dolor del pueblo alemán y de toda Europa.