Imagino el desierto de dos formas distintas y es probable que ninguna se asemeje a la realidad. La primera es mucho más cálida. El desierto y sus fotografías de postal. Las puestas de sol. Los amaneceres. El oasis al final del camino. Las noches, mil y una, y sus otras mil millones de estrellas. Los beduinos y las historias ancestrales. El silencio. La luna. Buscarse y reconocerse en medio de la inmensidad más absoluta. La soledad dulce. La belleza que duele, que te colapsa. Ahí está. La emoción, tal cual.
La otra forma es algo más arisca. Es el desierto intenso, pasional y desbordante, como esa Brújula que siempre señala el Este de Mathias Enard, y sus brutales tormentas de arena. Los pasos pesados. Lentos. La silueta de la sombra deslizándose entre sus dunas. Las palabras secas. El calor, escurriéndote la piel. Y el frío hueco de las noches. Un reguero de huellas que aparecen de la nada y se pierden en ninguna parte, como este relato que poco a poco va tejiendo una memoria, colectiva y personal. Y en el centro tú. Tú, solo tú y tus ideas. Tú contra ti y contigo mismo. Al igual que Frank, su protagonista, un musicólogo que se siente acorralado por la enfermedad y la levedad del tiempo en esa noche, esa única noche, a la que su relato interno ha decidido abandonarse. Una marisma de pensamientos, recuerdos y sentimientos fielmente enredados a la inalcanzable –al menos el texto, las palabras, siempre van en su búsqueda– Sarah, en un recorrido que se extiende por Damasco, Alepo, Teherán o Estambul que alcanza hasta el “oriente de Oriente” y empieza con Viena.
La capital austriaca es el punto de partida de esta fascinante novela, ganadora del prestigioso premio francés Goncourt. No sé cómo no lo había pensado hasta ahora. Posiblemente porque me siento algo exhausta cuando rebaso la última página con ese hermoso broche final: “A los sirios”. Exhausta de cansada pero también de conmovida.
No es fácil leer Brújula porque es demasiado inmensa. Cuesta hacerse con su ritmo, particularmente al principio, y seguir los acordes que se deslizan entre los amasijos de la mente de su protagonista, un profesor universitario cuya voz, en primera persona, a veces cede su espacio a las voces de otros (especialmente de esa Sarah “incorpórea” con la que comparte protagonismo). Un derroche de nombres, conocimientos y anécdotas relacionadas con Oriente que poco a poco se van ordenando en tu cabeza y van cobrando otra forma. Son nombres propios que ya conocemos. Como Listz, Beethoven o Chopin. Balzac, Hesse, Mann, Goethe o Proust. Pero también la voz vibrante de Shahram Nazeri, las turbulencias de Sadeq Hedayat y la búsqueda inconsolable de Annemarie Schwarzenbach.
Es, por tanto, a partir de los otros, de ese “otro en el yo”, que Frank reflexiona sobre el amor, las enfermedades, los placeres, la muerte o la vida mientras de fondo traza las siluetas de Oriente, se aleja de los tópicos y reproduce sus compases, sus olores y sus imágenes. Entre sus páginas se deshacen los ecos de una Siria que ya solo existe en el recuerdo, los efectos del opio, las calles de Turquía o la revolución iraní. Allí, el peso de la historia, el colonialismo o las relaciones entre Oriente y Occidente se mezclan con su propia experiencia personal, la literatura, la música y el arte, en un hermoso y fiel homenaje, he aquí su otra historia de amor, a los países que el propio Mathias Enard conoció y donde habría de pasar algunos años de su vida.
Brújula, traducida al español por Robert Juan-Cantavella, desborda por su inmensa capacidad de arrojar luz a base de conocimiento, eso es cierto. Como una travesía por el desierto, con sus interminables paseos entre dunas, que suben y bajan. Hay tanto donde mirar que es difícil abarcarlo todo. Es entonces cuando ocurre. Y el lugar árido e imposible se deshace y se recompone como un todo, entre sus infinitos atardeceres, sus historias ancestrales y sus estampas de postal. Porque sí, también hay mucho de eso en su recorrido. Solo hay que seguir hacia el Norte. O hacia el Este en este caso. Y disfrutar del placer del camino.
Inicié la lectura de Brújula con mucho interés. Pero posiblemente no es mi momento para este libro; no hicimos, como dicen, “buena química”. Acabo de regresar de muchos meses de vivir en África y reconozco que ando dispersa y confundida.
De cualquier manera llegué a la página 75 y decidí dejarlo, cosa que hago rara, rarísima vez.
Definitivamente no me gustó. Y hay varios motivos. Por un lado, me falta información para aprovechar las múltiples referencias a la música o a los lugares. Me gusta que los libros me den información y sean capaces de moverme al aprendizaje, pero esto no me sucede con Brújula, lo siento simplemente pretencioso; mucha información pero con unos protagonistas mal delineados y un argumento al que, desde mi punto de vista, le falta fuerza….
Hasta el momento en que decidí dejarlo no sabía yo prácticamente nada de los protagonistas, nada que los hubiera convertido en personajes entrañables, odiosos, sugerentes o misteriosos. Poco sabía yo Franz,o de Sarah, o de su relación… y el libro no me despertó la curiosidad para averiguar.
Nada de lo que leí me permitió identificarme, nada me llevó a reflexionar.
Además está la forma. Sus larguísimos párrafos resultan una dificultad que siento que no hace que el libro gane en profundidad, o en ritmo.
Sé que no es válido criticar a un libro por lo que no encuentras en él, pero Brújula llegó a despertar momentáneamente mi interés cuando sugería, una y otra vez, la importancia de la “frontera” entre Oriente y Occidente. Sin embargo, a lo largo de las páginas que leí no encontré nada más allá de esta reiteración y un montón de información que no me permitía ver a Oriente con nuevos ojos.
En síntesis,a pesar de que la crítica es tan positiva y que seguramente este comentario habla de mi ignorancia, la verdad es que no hay en Brújula nada de lo que busco en los libros. No encuentro “alivio”, interés, diversión. reflexión…. sino un peso. Por eso decidí dejarlo
Saludos lh
Simplemente la leí y no recuerdo nada de ella,creo que está sobrevalorada