Nigeria no es sólo un lugar. También puede ser un estado mental. Algo que se mete dentro y no acaba de soltarte. Un origen, una vida, una infancia y un sin fin de recuerdos. Para Teju Cole parece evidente que Nigeria no es sólo un sitio, un contexto, un paraje, sino que además es una raíz, un ir y venir de memorias que, enfundadas en un traje contaminado por los años, vuelve a aparecerse en Cada día es del ladrón. Y se convierte, para el lector, en un pequeño homenaje a una tierra de la que sabemos poco, y una crítica a su sistema, a su corrupción y a su gobierno, a la vida que se deja pero que de alguna manera permanece aunque hagamos todo lo posible por deshacernos de ella. Suele decirse que algo queda en tu interior de aquello que viviste, de aquello que te enseñó el lugar de donde provienes. Por mucho que pasen los años, por mucho que los caminos se bifurquen, se terminen, comiencen otros, o acabemos exhaustos a un lado. Quizás por eso, en este pequeño libro, en esta pequeña extensión de palabras que rebotan en las páginas de esta obra, no sólo encontramos la visión de un hombre sobre lo que es Nigeria. No es sólo un viaje al centro de un lugar, sino también al centro de una memoria que, intentando rebatir al tiempo, contiene la batalla entre amor y odio. Porque ya lo dije al principio: Nigeria no es sólo un lugar, también puede ser un estado mental.
No he leído nada de Teju Cole. Se habló en los medios de Ciudad abierta hasta la extenuación – o ese es mi recuerdo – pero no consiguió que quisiera acercarme a su historia. Manías de lector, supongo. Sin embargo, y a pesar de que el tema principal de Cada día es del ladrón no llamaba mi atención en especial, empecé a leerlo y no conseguí evadirme de sus páginas hasta que el punto y final hizo acto de presencia. Es curioso como lo que en un principio parece un libro de viaje se convierte al final en una especie de prueba de vida para el protagonista. Cómo con unos pocos retazos a la hora de describir las calles de Nigeria uno entiende a la perfección lo que sucede. Y cómo, además, una lectura puede transformarse en un momento irrepetible cuando el libro que tienes entre las manos te está dejando un sabor de boca increíble. Porque uno no debe pensar que lo que aquí acontece, lo que aquí se va a leer, son unas memorias donde iremos desgranando cada uno de los lugares, costumbres y vivencias que pueblan Nigeria. No o, al menos no sólo eso. Porque lo que se presenta aquí es una memoria que, llena del desafecto que da la distancia, hace que el protagonista – que en el fondo no deja de ser el mismo autor, o eso se le presupone – observe todo lo que sucede con la contaminación del que ha emigrado para buscar una vida mejor. Una vuelta a los orígenes que, no por necesaria, resulta tan violenta como destructiva.
¿Es, por tanto, el libro de Teju Cole una crítica a Nigeria? Lo es desde una perspectiva my subjetiva. El autor nos cuenta cómo funciona, su corrupción, la pobreza, el desaliento y la falta de seguridad, pero aunque ahí esté la crítica, aunque la leamos, es curioso cómo a Cada día es del ladrón le atraviesa de punta a punta cierto halo de cariño y respeto a un lugar que fue lo que fue el protagonista, antes de abandonar el barco. Se habla poco del desarraigo que sufren aquellos que emigran por necesidad. Dos patrias y ninguna en la que aposentarse definitivamente. Y al final el cuerpo, la mente, tiende a unir las memorias, los recuerdos, para conformar un cuadro gigante en el que perderse y en el que evitar que aquello que fuimos quedé relegado al olvido. No sé cuáles fueron las motivaciones por las que el autor escribió este primer libro – editado convenientemente después del éxito del siguiente – pero supongo que en su interior existía ese sentimiento de daño interno y de deuda a un lugar que fue su casa. Escribir, siempre lo he pensado, no deja de ser un acto de lesión, hacia los demás o hacia uno mismo. Poco importa la dirección. Pero si en libros como éste uno puede descubrir cómo el cariño, el recuerdo, la rabia y el amor hacia un lugar va más allá de lo establecido, yo me doy por satisfecho. No pienso en la lesión. Pienso en aquello que se reconstruye detrás de cada palabra.