Hace unos días un alumno me preguntó qué edad tenía yo. Cuando le respondí que tengo treinta y cuatro años se quedó un rato pensativo y me dijo: “¿te puedo llamar Doña Victoria? Al principio me hizo gracia y pensé “qué salao el niño”. Pero en mi fuero interno estaba pensando “qué cabrón”. Diréis que para qué os cuento todo esto y ni siquiera yo lo sé muy bien. Creo que es que tengo un montón de sentimientos dispares a la hora de escribir esta reseña. Por una parte, cuando leo que la autora de Canto yo y la montaña baila nació en 1990 y ha ganado el 4º Premio Llibres Anagrama de Novela me siento muy Doña Victoria. Como que me estoy haciendo mayor y las nuevas generaciones de escritores se están haciendo camino a pasos agigantados. No me entendáis mal, me parece estupendo. También me ocurre que, tras finalizar esta maravilla de libro, yo me hago muy pequeña y vuelvo a ser Victoria y creo que es Irene la que es una Doña con mayúsculas. ¿Cómo ha podido escribir esta genialidad esta chica? Y de nuevo, vuelvo a ser yo, Doña Victoria, la que piensa que yo a esta vida lo que le pido es hacerme mayor, rodearme de gatos, disfrutar de la buena literatura y seguir descubriendo auténticas maravillas como este libro del que me dispongo a hablar. Como podéis leer, el comienzo de esta reseña se me ha ido de las manos, pero espero que os haya puesto en situación.
Si soy sincera no sé muy bien cómo hablaros de Canto yo y la montaña baila y transmitiros todo mi entusiasmo y todo lo que este libro significa. Si tuviera que elegir una sola palabra para describir este libro sería belleza. Me parece tremendamente bello el universo que Irene Solà ha creado entre las páginas de esta novela. En ella, la autora nos adentra en las vidas de los pobladores de las zonas de Camprodon y Prats de Molló, en los Pirineos. Utilizo la palabra pobladores en el más amplio sentido, pues Canto yo y la montaña baila es una novela coral en la que encontramos las voces no solo de los hombres y mujeres que allí habitan, sino también de los corzos, las setas, los perros o las nubes. A través de todos ellos se construye este universo rural que la Irene Solà nos presenta en la novela y en el que, sinceramente, apetece quedarse a vivir para siempre.
El ciclo de la vida, el movimiento de las nubes, las tormentas, los rayos que no cesan, la muerte, las leyendas, los animales y sus costumbres, la noche, el amor, las brujas que ardieron, las mujeres sabias, los pastores, la poesía, la soledad de la vida en las montañas. Todo está en Canto yo y la montaña baila y todo aparece retratado de una forma hermosa y tremendamente real.
No sabría deciros más sobre este libro y, la verdad, es que no quiero. No quiero porque no me voy a cansar de recomendarlo y me gustaría que más que leer esta reseña, todos vosotros fueseis a las librerías o bibliotecas y os hagáis con un ejemplar. Os prometo que valdrá la pena.