Conocí la escritura de Sara Mesa a partir de Mala letra (es curioso, pero la gran mayoría de los autores por los que podría declararme fan, empezaron a fascinarme con sus relatos). Después retrocedí, como no podía ser de otra manera, para leer Cicatriz. Luego, fue una de las principales razones de que me leyera ese compendio de relatos que publicó también Anagrama ya hace un tiempo bajo el título Tríos. Y ahora, inevitablemente, desde que supe que Anagrama iba a publicar novedad de Sara Mesa, sabía que lo leería en cuanto saliese a la venta. Acaba de salir. Y aquí estoy.
Antes de entrar de lleno en la historia me gustaría contar algo a modo de anécdota. En primer lugar, para que no penséis que soy un lector obseso (solo un poquito), diré que Cara de pan es una novela breve, de escasas 130 páginas que, como te pille en un día malo de principios de otoño con una manta en el sofá esperando que ya por fin le des calor, te lo lees del tirón. Yo no he tenido esa suerte y, entre responsabilidad y responsabilidad (ahora me acuerdo de aquella frase de que la vida es un chispazo entre dos oscuridades y me pregunto si no será un chispazo entre dos responsabilidades), me lo he leído en dos sentadas. La primera de esas sentadas fue una tarde/noche, la otra, el mediodía siguiente. Y te estarás preguntando: ¿por qué cuento esto? Pues para poner en contexto esa anécdota de la que hablaba. Pero ya que estoy aprovecho antes para confesar que hacía mucho tiempo que un libro no me creaba ese pequeño monstruito que crean las buenas novelas y que vive dentro de ti mientras no la termines diciéndote en cada rato de no lectura, al estilo del niño en viaje en coche que no para de preguntar cuánto falta, «¿y ahora qué pasará?», «¿qué viene después?». La anécdota: entre esos dos ratos en los que me he leído esta genial novela he tenido tiempo para escuchar un podcast sobre cine en el que uno de los colaboradores contaba que es entre los 6 y los 12 años cuando los niños comprenden cómo funciona el mundo. Y claro, me he acordado de Casi, que tiene casi catorce, y me he dicho: «¿y ella?».
Yendo al grano, Cara de pan, que por cierto lleva en cubierta una ilustración muy representativa de la genial Gala Pont, es la historia de una niña de casi catorce años y un hombre de poco más de cincuenta que se encuentran cierto día en un parque y comienzan a hablar. Si ya has leído alguna vez a Sara Mesa sabrás que sus novelas tienen esa característica única y tan envidiable de parecer un texto plano si lees sin comprender, pero que si pones un poco de ti en lo que estás leyendo (si no lo vas a hacer, para qué lees) te vas dando cuenta de que cada frase es como un pequeño rizoma que entra en ti por los ojos y se va deslizando hacia abajo hasta agarrarte bien fuerte el corazón. Te tiene en vilo. Se junta con aquel pequeño monstruito del que hablaba antes y te obliga a acabarte el libro. Aquí, Sara Mesa se decanta, como comentaba antes, por una niña y un hombre. Ambos deciden no llamarse por su nombre (nunca lo sabremos ni falta que hace) y ponerse un mote. ¿Por qué? Ellos mismos lo dicen: «para escapar del nombre real, que es una cárcel». La niña se llamará Casi porque tiene casi catorce años y él, hagan sus apuestas, Viejo. Esto será lo único cómico que ofrecerá el libro.
Los personajes de esta novela, como todos los demás que ha creado antes Sara Mesa, siguen esa estela tan característica de ser diferentes, «outsiders» como dice la acertada faja del libro, peculiares, rotos y entrañables. Digo rotos pero realmente cuando leo cualquiera de estas historias me parece estar delante de personajes que son algo así como presas llenas de agua a punto de desbordar. O más fácil todavía. Cuando era pequeño (y todavía ahora, la verdad) si pasaba por delante de mi madre con un vaso demasiado lleno o un plato de cuchara a punto de rebosar, ella me avisaba, segura y convencida como solo una madre puede estar, de que se me caería algo de líquido al suelo. Yo me convencía de que esta vez no, pero caía. Sara Mesa es capaz de llevar dos vasos repletos de agua salada, como de lágrima, durante toda una novela y nunca desbordar. Por eso es tan genial.
No me gustaría contar mucho sobre la historia que aquí se narra. Supongo que ya os estáis dando cuenta. Tras esa conversación que tienen los dos personajes empieza a crearse un vínculo a escondidas de una sociedad reglamentada y reglamentaria, empieza a inflarse una burbuja que amenaza a todo el que se acerca a ella (incluidos nosotros, los lectores) con explotar y manchar. Y vaya si mancha.
Lo valiente y complicado que es salirse de la norma, tengas la edad que tengas; lo increíblemente valioso que es ser uno mismo y que es descubrirse a uno mismo, lo fascinante que es intentar comprender el mundo. 137 páginas maestras capaces de abrir cualquier puerta cerrada dentro del lector. 137 páginas de poca escenografía y muchísimo fondo. 137 páginas que son 137 razones para quien las lee de entrar en esa historia, romper la cuarta pared que los separa a ellos de ti y quedarte a vivir en un simple parque, que puede llegar a parecerse a uno que frecuentaba la Sara Mesa niña, y abrazar a las dos personas que allí se encuentran, creyéndote que con tu abrazo nadie los descubrirá.
A veces, siguiendo la estela borgiana, todo puede estar concentrado en un punto. El punto de la comodidad. Y ese punto puede ser un trozo de césped entre dos setos de un parque cualquiera, la anilla en la pata de un jilguero, un pardillo, un verderón o un verdecillo, la letra de una canción de Nina Simone o el punto más alejado en la mirada de un hombre «loco». No sé si algún día seremos capaces de encontrar ese punto, pero sí creo que podemos saber dónde buscarlo. Siempre fuera. ¿Y cómo salir fácil? Con un buen libro. Y Cara de pan lo es. Vaya si lo es.