Reseña del libro “Caso clínico”, de Graeme Macrae Burnet
La maestría de Graeme Macrae Burnet montando este Caso clínico, un laberinto de identidades psicológicas y manuscritos encontrados es patente. A pesar de coexistir en algunos de los personajes dobles personalidades disociadas, cada voz está perfectamente construida y asignada a su nombre. Dorothy, pseudónimo de Verónica, por ejemplo, la hermana suicida de la protagonista se avergüenza desde las primeras páginas de su condición económica: “reconoció haberse sentido culpable desde muy pequeña por el hecho de disfrutar de una vida cómoda en comparación con la de muchos otros niños y, aún así, no sentirse feliz” (p. 20).
La protagonista sospecha del terapeuta al que acudía su hermana. Collin Braithwaite representa a esos perfiles que en los años 70 practicaban la antipsiquiatría y buscaban “abrir las puertas de la percepción” con LSD. Su ego era inconmensurable y el personaje fascina por la extensión magnética de su identidad. Sin embargo, “como había crecido creyéndose un genio solitario, no había desarrollado la madurez necesaria para aceptar que alguien pudiera poner sus ideas en tela de juicio” (p. 74) De paso, la crítica feminista recorre todo la historia, tanto para denunciar la forzada posición subalterna de las mujeres como las masculinidades opresoras. “A mí me habían educado para que pensara en los hombres como depredadores y en mí como víctima, y ninguna apelación al sentido común podía rebatir ese dogma” (p. 204).
Los personajes históricos reales como el psiquiatra R.D Laing, que publicó “El Yo dividido” se mezclan con creaciones del autor. Caso clínico basa el entramado de acontecimientos y personalidades en la hipótesis de que no hay un “yo mismo”. Fingimos caracteres polarizados y nuestra existencia transcurre en el tira y afloja entre estas polaridades. Hay en esta historia una denuncia de esas disciplinas humanistas y clínicas que se basan en un yo inmutable, es decir, en un perfil psicológico que cuando muta se considera una patología. O algo insoportable que puede terminar en suicidio. Quizás debiéramos aceptar nuestros personajillos internos y convivir en paz con todas nuestras subpersonalidades.
Hay, por otra parte, una deliciosa crítica al mundo académico y editorial. Cómo los criterios que definen las publicaciones están muy lejos del valor cultural de los textos. Las producciones universitarias están sesgadas tanto por el género como por el poder y las editoriales publican solo lo que demanda el mercado. “El libro es un desastre. (…) Está repleto de afirmaciones y generalizaciones no corroboradas y con frecuencia resulta vulgar o simplemente imposible de leer” (p. 219). Nada nuevo en el horizonte, pero es gracioso leerlo en boca de un déspota gurú pseudopsicólogo. ¿No dicen que la verdad es solo de los locos y de los infantes? La de los borrachos, también valdría para este caso, porque como todo ególatra, cae en el pozo etílico de su narcisismo.
El recorrido narrativo, a nivel formal, transita entre cuadernos encontrados de la protagonista Rebecca Smyth, “con y griega”, y la decadencia existencial de Collin. Tanto por esta estructura formal como por las disquisiciones entrelazadas, lo que una mente considera verdad queda cuestionado. “Incluso si lo que me ha contado no tiene ni una pizca de veracidad, eso seguiría siendo verdad” (p.199). Porque la base de este Caso Clínico es que no existe una única verdad objetiva, sino que son las biografías, las narraciones de vida, las que otorgan realidad a cada una de nuestras experiencias vitales y a nuestras identidades.
Aunque la novela tiene tintes de investigación psicológica, personalmente la clasificaría en la balda de humor más que en la de noir. El cinismo de cada situación y las referencias, por ejemplo a Groucho Marx, ridiculizan lo grotesco que tuvo que ser vivir en esos círculos, que hoy juzgo de snob, esto es, sine nobilitate. Aunque entre líneas se aprecian píldoras filosóficas que sirven a su vez para dar profundidad a esos personajes: “Lo único en lo que merecía la pena creer, solía decir, era en el aquí y en el ahora, y eso era, por su propia naturaleza, transitorio: la existencia tenía que ser reconocida como efímera y carente de sentido. Todo lo demás era engañarse a uno mismo” (p. 137).