Challenger, de Guillem López
Un lector despistado que caiga en las páginas de Challenger, de Guillem López, sin una idea previa sobre el libro, tendrá la impresión de haber aterrizado en el centro de la habitación de un niño desordenado, o más bien en medio de un desguace, que son dos ambientes que se parecen de manera sorprendente. Verá ante sus ojos y a sus pies un montón de piezas sueltas, y, si camina lo suficiente de unos restos a otros, incluso será capaz de ir emparejando algunos fragmentos entre sí. Eso será lo primero que le llame la atención, lo primero fuera de lo común que grabe en su memoria, las trayectorias coincidentes de algunos objetos. Lo siguiente en lo que reparará es en que algunos de los desechos son brillantes, muy brillantes, que podría quedarse contemplándolos una semana entera, aunque siga pensando que en el fondo no sirven, lo mismo que la basura espacial que habían dejado los visitantes de Stalker.
De repente, el despistado lector encontrará un fragmento, de los setenta y tres que componen la obra, que hará que su corazón lata un poco más rápido. Levantará la vista un momento de las páginas, buscando aire, y lo volverá a leer con calma. Y regresará de inmediato sobre las páginas que ha leído hasta aquel momento, quizá con frenesí, para mirarlas como si no las hubiera visto antes. En el imaginario desguace ese gesto equivaldrá a levantar la cabeza y darse cuenta, por fin, de que ha aterrizado en medio de los restos de un transbordador espacial, y que la basura que creía estar contemplando no es sino una complicada y cara obra de tecnología punta que, fabricada por los hombres, por un único hombre, en este caso, ha tenido el destino caduco de las estrellas.
Como soy un lector despistado, Challenger ha tenido en mí ese efecto concreto.
El nombre del transbordador permanece fijado en la mente de todos los que vivimos los ochenta con un poco de consciencia como aquel póster que colgamos a los quince en nuestra habitación, en las casas de nuestros padres, y nunca volvimos para descolgar cuando nos emancipamos. Está ahí, silente, al igual que el cometa Halley y Mijaíl Gorbachov. Yo, despistado de mí, simplemente pensaba que el libro, el tercer largo de Guillem López pero mi primera vez con él, me traería de vuelta algo de aquella época.
La primera sorpresa es que Challenger no es un recorrido por las orillas de la nostalgia ni está plagado de marcas comerciales y anuncios de nuestro analógico pasado. López simplemente se sirve de todo ello para dotar a la obra de un escenario plausible (Miami, 1986, 28 de enero para ser concretos), pero lo que da vuelo a la obra son las setenta y tres historias cortas, los mismos segundos que duró el vuelo de la nave, que se entrecruzan de manera no cerrada durante las (poco) más de 500 páginas que nos ocupan.
La segunda sorpresa, y mayor para el despistado, es el lugar que los elementos fantásticos ocupan en el texto. López se olvida de los límites del realismo y estira su imaginación para encajar en sus páginas, de una manera bastante natural, personajes no humanos y algunos eventos paranormales. Precisamente esta íntima imbricación entre el plano real y el plano fantástico hace de Challenger una obra que no resulta fácil adscribir a un género concreto, al tiempo que la maestría de López la hace destacar en varios. Challenger puede pasar por una buena novela poliédrica, caleidoscópica, posmoderna, pero también por un estupendo libro de relatos entre el realismo y la ciencia ficción. Una buena (buenísima) mano para la descripción y para la creación de ambientes y una capacidad para dessarrollar situaciones que parece infinita nos colocarán ante un álbum de cromos que contiene desde larvas extraterrestres a policías corruptos y de atracadores sin suerte a ancianas cotillas. Todos y cada uno de ellos con una identidad concreta, diferenciada y bellamente descrita, al tiempo que colocados con bastante tino en un círculo, ya digo, imperfecto.
En sus virtudes están también sus flaquezas, y en el caso de Challenger los más aficionados a unir los puntos experimentarán momentos de frustración, y los más clásicos echarán de menos un desarrollo más profundo de los arcos argumentales. Dos objeciones que no disminuyen su valor, sino que más bien se pueden situar como un aviso a navegantes: esta no es una obra para todo el mundo y sin embargo me atrevo a decir que todo el mundo debería echarle al menos un vistazo.
La novela no pasó desapercibida cuando salió publicada a mediados de 2015. Entonces ya tuvo buenas críticas y ahora ha vuelto a cobrar plena actualidad en el trigésimo aniversario de la tragedia. Esa en la que el transbordador iluminó el cielo de Miami, ya saben, hasta que estalló en vuelo y se convirtió en un montón de fragmentos que cayeron sobre los despistados mortales.
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