Reseña del libro “Cita en Samarra”, de John O’Hara
El final de la I Guerra Mundial. Los felices años veinte. Nueva York (o Gibbsville, que es Pottsville en realidad). La ciudad en blanco y negro, en plena ebullición capitalista. El Hollywood del cine mudo. Actores, músicos, pintores y los mejores escritores de la época borrachos de creatividad y de melancolía, de existencialismo, entrando y saliendo de sucios y oscuros clubs nocturnos (o de luminosos y opulentos Clubs de Campo, como en este caso). El jazz. Y el whisky (de Al Capone). Y las flappers. (Uf, las flappers…).
“Creíamos estar soñando, pero ni siquiera nos habíamos despertado” o algo similar decía una voz en off en algún documental que vi y que supongo es una cita de cualquier hombre de negocios de la época, de alguien que consiguió sobreponerse a la ruina y al impulso de terminar saltando por alguna ventana de Wall Street. Porque aquella fue la llamada Generación Perdida, la que llevó la marca de la terrible y definitiva herida que el crack del 29 dejó en medio mundo.
El caso es que todo lo que tuvo lugar en aquella increíble década, lo que se vio y lo que no, de lo que se habló y de lo que no se habló, esa especie de representación infantil, realista y ficticia a la vez, de la alegría y la esperanza humana, aquel (fantasmagórico) fresco que fue la tragicomedia de la clase pudiente y de la burguesía norteamericana de la época, siempre me ha parecido algo extraordinario. Y su literatura, como no podía ser de otra forma, tiene los mismos fabulosos destellos, los mismos espantosos agujeros.
Porque, y entrando ya en la materia que nos trae aquí de vez en cuando (cada vez más de vez en cuando, lo sé), empezaré diciendo que considero que Francis Scott Fitzgerald escribió una de las mejores novelas de la época (y más) pero que esta no fue precisamente El Gran Gatsby. Diré, igualmente, que entre mis escritores preferidos nunca estará Ernest Hemingway pero que sí he flipado mucho con Boris Vian. Y además, recordaré (con orgullo y satisfacción) que aún pertenezco a la Iglesia Faulkneriana de los Últimos Días, tal y como usted sabe.
Pues bien:
A partir de hoy incluiré a John O’Hara en la lista de mi Big Band personal de la época.
Claro que sí.
Y más concretamente esta mordaz, elegante, profunda y no poco divertida novela titulada Cita en Samarra, la primera que escribió este autor, al que se conocía más por sus formidables cuentos o sus artículos periodísticos.
La Cita en Samarra de O’Hara es una versión magistralmente actualizada (hablando de 1931, claro) de un cuento de origen persa que se titula (creo) de la misma forma (o puede que no). Un cuento que narra la historia de un criado que, en su afán de huir de alguien que representa a La Muerte, se topa finalmente con ella en la ciudad de Samarra, en la que pensó que estaría finalmente a salvo.
Y allí es hacia donde se encamina también Julian English, el certero protagonista de la novela. Una especie de Gatsby rural, hombre de éxito entre la biutiful pipol del Gibbsville de 1930, justo después del crack bursátil. Una noche de Navidad, en una de aquellas sofisticadas fiestas del Club de Campo de Lantenengo, el amigo English, al que le gusta soplar más de la cuenta, pierde del todo los papeles. Y es a partir de aquella noche, (resacas kilométricas mediante, claro), cuando todo su mundo (y el de aquella sociedad emperifollada) estalla en mil pedazos. ¿Le suena esto de algo esto?
Y es que nadie puede huir de su cita en Samarra particular. De la maldita parca.
Ni aunque estemos forrados y las mujeres y los hombres de todas las fiestas se mueran por llevarnos a la parte trasera del Cadillac…(y de hecho lo hagan)
Ni aunque sigamos bebiendo y bailando y riendo hasta que salga el sol…
Ni…
O espere…
Espere…
¿No estaremos haciendo todo esto, constante e inconscientemente, para intentar huir de la muerte?
¿No será que, en realidad, estamos huyendo de nosotros mismos?
¿No estaremos, entonces, ya bien muertos?
Humm…
O’Hara, además de ironizar elegantemente sobre la clase alta norteamericana de la época, de ahondar con profundidad en sus problemas y contradicciones, además de ajustar cuentas con sus orígenes y satirizar la idiosincrasia de los americanos de ascendencia irlandesa (como era su caso), también nos deja en esta formidable novela una reflexión sobre aquellas cosas que nos pueden destruir como seres humanos: la vanidad, la envidia, la apariencia o el vicio (bueno, el vicio… quizás no siempre, ¿vale?).
Pero, en realidad, y justo por debajo de todo eso, O’Hara nos habla de lo de siempre.
Del miedo.
Del más oscuro y frío de todos: el miedo a la soledad y, sobre todo, el miedo a la muerte.
Gatsby y posiblemente ahora Julian English. Dos exponentes inmortales de lo que significa el maldito Sueño Americano.
O eso de tener un billar en casa y no tener con quién jugar.
¡Venga, anímese!
¡Que París era una Fiesta!
¡Hagan ruido con las joyas!
¡Y que corra la nicotina!