Por razones geográficas, históricas, lingüísticas y, me atrevería a decir, étnicas, las culturas asiáticas son un mundo al que, benditas tecnología y globalización, el lector o el espectador occidental puede asomarse con cada vez más facilidad, pero que difícilmente podrá llegar a conocer en profundidad. Pensemos en Japón, sin ir más lejos (lo cual sería difícil). Podemos leer a Murakami y pensar que el país del sol naciente está lleno de gatos parlanchines y pozos. Podemos ver las películas de Takeshi Kitano e imaginar un mundo de lirismo y yakuzas. Leer a Kawabata y deducir que el día gira en torno a la ceremonia del té, ver el cine de Ozu y pensar que las calles de Tokio son puntos de fuga. Todos ellos, como artistas que son, nos proporcionan un punto de vista personal de su sociedad, pero, a diferencia de lo que ocurre con otras culturas más cercanas, la variedad no nos proporciona una visión general. Y aquí entra en acción el manga, que, en mi humilde, refleja, quizá de manera más pronunciada que las otras artes, la inmensa riqueza cultural de ese país desconocido. Y por eso nos gusta tanto el manga: porque nunca deja de sorprendernos.
La última sorpresa llega de la mano de Kan Takahama, una mangaka que nos habla de un periodo en la historia del Japón del que, sospecho, los propios japoneses no conocen mucho. Los lectores habituales de literatura japonesa estaréis familiarizados con esas curiosas eras, que tan importantes parecen ser y que tan poco nos dicen a nosotros. Estamos en el año X de la era Tal, nos informan, y servidor, por lo menos, se queda igual. Pues bien, Ciudad de Yutsuya, barrio de Hanazono está situada a caballo entre la era Taisho (1912-1926) y la Showa (1926-1989), y, por primera vez en mi vida, descubro las implicaciones que tiene situar la historia en una era u otra. De manera extremadamente simplificada, podemos decir que la era Taisho se caracterizó por la libertad y la democracia, mientras que la Showa, en sus primeros años, trajo el nacionalismo y sus habituales corolarios, el militarismo y el fascismo.
Estamos en Tokio, donde hace algún tiempo que vive nuestro héroe, Ishin, un chico de provincias que aspira a ser escritor, y que de momento tiene que ganarse la vida escribiendo relatos eróticos. De buenas a primeras nos encontramos con Ishin y su editor, Aoki, metidos de lleno en la vida golfa de tabernas y burdeles, a la búsqueda de inspiración para sus relatos. Sorprende el contenido erótico de esta parte inicial de la novela, con sexo muy explícito y diálogos que lo son todavía más. Sin embargo, lo que se perfila inicialmente como una historia para leer con una sola mano poco a poco se va convirtiendo, en primer lugar, en una original, triste y conmovedora historia de amor casi imposible entre Ishin y Aki, mestiza medio española de turbio pasado, y, en segundo lugar en el interesantísimo retrato de una breve época en la historia de Japón. Dicen que dura poco la alegría en casa del pobre. Del mismo modo, podríamos añadir que dura poco la concupiscencia en el Japón del Showa, máxime cuando el país se militariza y al peligro externo se suma en el interior la amenaza comunista. Es entonces cuando Ishin, cuyo trabajo como dibujante erótico le ha costado el repudio de su familia, debe decidir a quién se debe: a su familia, a Aki o a su país.
A tenor del modo en que la autora, en su imprescindible epílogo, hace hincapié en la veracidad de algunos de los datos históricos que aparecen en la historia, cabe suponer que también al japonés de 2017 le costará reconocer su país en aquella sociedad efímeramente libertina y descarada de hace un siglo, donde, por ejemplo, en las fiestas del pueblo los costaleros levantan un pene gigante que, a modo de ariete, hacen embestir y penetrar una descomunal vagina. Todo sea por la cosecha. Pero antes de ese epílogo, tenemos el brillante e inesperado desenlace de esta estupenda Ciudad de Yotsuya, barrio de Hanazono, donde un viaje en el tiempo nos revela el motivo personal que llevó a la autora a embarcarse en esta historia tan bonita.