Clásicos infantiles 23
Hay libros, o mejor dicho, historias que, por mucho que se editen, por mucho que salgan distintas versiones en diferentes editoriales, tienen ese aire de clásico infantil que hace que se alarguen en el tiempo y se conviertan en un compañero – prácticamente eterno – del mundo privado de los lectores. Y es curioso porque, al final, de ese mundo privado se pasa a ser un mundo compartido porque todos nos acabamos viendo unidos por las letras y por un argumento que, a pesar de las generaciones que se sucedan, acaban llegando, de forma diferente pero llegando, a los mismos corazones que en un niño, o en un adulto, laten de la misma manera cada vez que un libro hace acto de presencia y se convierte en ese amigo inseparable que no dejarías de lado nunca.
Una de esas historias es de la San Jorge que, es curioso, pero nunca he hablado de ella a pesar de haberse convertido, tiempo después, en la base para el regalo más famoso en un día como el del Libro – o Sant Jordi, por Cataluña, donde más se vive intensamente esta fecha – cuando una rosa pasa de mano en mano acompañada de un libro que será uno de los mejores regalos que habrá siempre en este mundo. Así que yo, que intento buscar y buscar muchas historias en lugares que serían inimaginables y que otras, de vez en cuando, me llegan por otras vías llenas de agradecimiento por mi parte, me encontré La leyenda de San Jorge y en enamoré al instante. Son pocas las veces – bueno, en realidad muchas, pero intento esconderlo – las que me paro delante de un libro y lo abrazo, como si fuera un pequeño gran amor – sólo en tamaño, no en intensidad -. Con este libro lo hice, y no sólo en mi casa, arropado por las cuatro paredes de mi habitación, sino también en la librería, haciendo que el librero me mirara con una mezcla de extrañeza y de admiración porque, como él me dijo, hoy ya no se ve a tanta gente que ame de esa forma los libros. Pero lo merece. Lo merece porque es una preciosidad, y eso, aunque yo me extenderé más, ya sería razón suficiente. Pero es que además, para los niños, es una historia de aventuras perfecta para que ellos se lo pasen de cine, y además las ilustraciones en pop – up dan otra dimensión extraordinaria a la experiencia de leerlo.
Son los lectores – entre los que me encuentro, claro – los que deciden qué libros llevarse a casa. La leyenda de San Jorge debiera ser uno de esos libros que llevarse, que observarse, que (ad)mirarse, que casi diría que babear y quedarse sin palabras, cuando se abra la primera página y el pueblo con su castillo se eleve y empecemos a leer. Siempre me han gustado aquellas experiencias diferentes que te hacen pasar los libros. No sé cómo explicarlo, se me hace difícil. Por eso, en ocasiones, utilizo la mirada de mi sobrino para encontrarme lo que una historia para niños puede suponernos. Él me enseña, por encima de todo, a volver a disfrutar de novelas, de historias, de cuentos que, de otra forma, no podría disfrutar por ser, desafortunadamente, un adulto y haber pasado ya una etapa de mi vida en la que los cuentos clásicos infantiles eran mi lugar de refugio. Porque, como yo he oído muchas veces en estos últimos meses, la literatura, sea de la forma que sea, supone una evasión, una huida, un ver que hay otros lugares, otros mundos, en los que ojalá pudiéramos vivir y sentir. Y este libro de Combel es perfecto porque, en una aventura, un caballero, una princesa, y un dragón, serán los elementos clave para cerrar los ojos y, después, ponernos a soñar, a ser la lanza que derrota al monstruo, a ver la rosa que sale de su interior, a ir al rescate de la princesa, a, en definitiva, vivir otra realidad.
Los clásicos infantiles llegan últimamente de la mano de editoriales que son imprescindibles para mí y para mi mundo. Me gustaría tenerlo todo, pero eso es imposible. Lo importante en esta vida, para mí, es encontrar algunos libros que vayan a permanecer para siempre conmigo. Éste es uno de ellos. Por todo, por una simple emoción – que, sorprendentemente, no tiene nada de simple – que hace que todo se mueva a mi alrededor y acabe, tan tranquilo, sentado en mi sofá y siendo niño – sí, lo he vuelto a repetir – de nuevo.