Comienza esta novela con un pequeño hurto, o con un regalo. El del título. Porque el original en inglés destripaba la principal intriga del relato, pero, consciente o inconscientemente, su traducción no se parece en nada. Así que si quieren evitar la curiosidad de saber cómo le fue al Steeple Sinderby Wanderers en su temporada más memorable, no caigan en la tentación de mirar la página de créditos; yo no se lo voy a revelar, para que así puedan seguir leyendo esta reseña sin problemas.
Narrada a modo de informe por el secretario del club, el poco reconocido Joe Gidner, Cómo llegamos a la final de Wembley sigue la epopeya del imaginario Steeple Sinderby Wanderers durante su primera participación en la FA Cup, la competición copera por excelencia en el Reino Unido, una verdadera lucha por la supremacía futbolística de las Islas durante la década de los setenta. A diferencia de los equipos profesionales que va encontrando por el camino, el Wanderers no tiene un estadio permanente (juega en un prado), su vestuario es un vagón de tren abandonado y su entrenador, un húngaro director de colegio que no entiende nada de fútbol. Pero su plan es llegar lejos en el torneo, y para ello cualquier ayuda es buena, y así vemos desfilar por su once al párroco del pueblo, convertido en extremo, al lechero como guardameta y a un jugador estrella, ya retirado, al que el amor convence para regresar al campo. Por supuesto la novela va más allá de su desempeño en los terrenos de juego, y las desventuras personales del grupo de futbolistas amateur de este modesto club de las profundidades de Gran Bretaña conforman la verdadera esencia del relato.
En la mejor tradición del humor inglés, Cómo llegamos a la final de Wembley es una mirada ácida y acertada a un fútbol que ya no existe, a un país que quedó atrás y a una sociedad olvidada (la rural), en la que, cómo no, podemos reconocer la crítica a todo lo que ha llegado para sustituir esas tres cosas. En cada giro cómico es sencillo identificar un dardo que unas veces se dirige contra las consecuencias de la reconversión industrial, otras contra la prepotencia de la gran ciudad y en la mayoría da en la diana de lo peor del carácter británico, cotilla y aparente como pocos.
J.L. Carr, en la traducción que nos trae Tusquets, completa una historia dulce, muy llevadera, casi de literatura juvenil. No se complica demasiado con el lenguaje ni tiene grandes descripciones del juego, como, por ejemplo, sí que hacía Sergio Rodrigues en El regate. Esto convierte Cómo llegamos a la final de Wembley en plato de buen gusto para los nostálgicos de los campos de barro y los tacos de aluminio, o para los amantes de las gestas tipo David contra Goliat. Aporta unas cuantas claves poco reveladoras sobre cómo era el juego hace medio siglo, muchos toques costumbristas y alguna que otra sorpresa. Una vez empezada, me atrevo a decir que es imposible de dejar, y se termina en un suspiro (pasa por poco de las doscientas páginas). Así que, aunque no me haya parecido un gran clásico de la literatura deportiva, creo que ha sabido conservar con el tiempo su extravagante e hilarante esencia, y el rescate de Tusquets en año de Copa del Mundo hace que merezca la pena darle una oportunidad entre nuestras lecturas.