Las historias grandes caben en un hueso de picota, dice Ana Fabregat en uno de sus cuentos, y algo debe saber porque en este Como un hueso de cereza caben muchas de esas grandes historias que saben ser a la vez grandes y pequeñas. Nunca he tenido especialmente clara la diferencia entre picota y cereza, me temo, pero ahora ya sé algo más que tienen en común, su capacidad para albergar grandes historias. Que me perdonen en el Valle del Jerte pero me resulta más importante eso que la denominación de origen.
Y no solo caben historias que son a la vez grandes y pequeñas y no solo caben colibríes en estos huesos, también resulta ser un contenedor de ternura de extraordinaria capacidad que haría palidecer de envidia al mismo Doraemon. Tanta hay que algunos cuentos te sacuden, pero no lo hacen con giros inesperados, despliegues de crueldad o imágenes impactantes, lo logran de la mano de personajes frágiles que afrontan una realidad que no les es especialmente propicia con sus propias reglas, que puede que no sean las mismas que aplicaríamos nosotros pero no por ello son menos lógicas. No les suelen funcionar, eso es cierto, pero a cambio les regalan cierta belleza poética que le viene muy bien a los cuentos.
Les pondré un ejemplo, si alguien tiene una percepción de la realidad excesivamente literal ve un anuncio en el que dice que se vende un abrigo de piel de mujer y piensa que efectivamente es de piel de mujer y no de piel y de mujer, probablemente no protagonice más que una anécdota más o menos recurrente entre quienes la conocen. Pero en manos de Ana Fabregat uno no sólo se conmueve con la mirada del protagonista, también se convence de las bondades del abrigo e incluso, créanme, le apetece enormemente probárselo. Y no por el abrigo, sino por los motivos por los que lo desea, esos mecanismos mentales diferentes de los que les hablaba.
No todos los cuentos de Como un hueso de cereza siguen ese patrón, hay por ejemplo una profesora de arte que no parece muy vulnerable, al menos a primera vista, pero esos cuentos son igualmente brillantes porque de una manera u otra siempre encuentran el camino para emocionar al lector. Y a veces lo logran con un detalle como unos calcetines, lo que no es fácil, aunque sean del Capitán América.
Requiere de cierto esfuerzo de imaginación, conviene entender a unas niñas que creen que se volverán invisibles si miran fijamente a un bicho bola, por ejemplo, o dicho de otra manera, conviene saber que leer es más que descifrar el significado de las palabras en un determinado orden. Palabras que, por cierto, se pueden perder así que hay que estar alerta y cuidarlas.
Y el libro no sería el mismo sin las ilustraciones de Lola Castillo. Tienen una gran personalidad que le va como anillo al dedo a Como un hueso de cereza.
Me siento culpable porque tengo la sensación de haberles desvelado demasiado sobre ellos aunque en mi descargo debo decir que no lo he podido evitar, sospecho que tampoco quienes ahora leen esta reseña y leerán después el libro dejarán de hablar de ellos después. Además son 23 cuentos, les queda mucho por leer. Mientras tanto cuídense de los bichos bola, no vaya a ser…
Andrés Barrero
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