La vejez. Y al llegar a una edad, el último paso. Lo que queda, lo que uno no puede olvidar, lo que ha prometido, los silencios que se quedan agolpados en los pliegues de una vida que parece completa. La vejez. Y en esos quiebros de la realidad, la única edad en la que comportarse como uno quiera, como le apetezca, o puede que en verdad la libertad sea un invento para que los pobres estemos más felices. La vejez. Una época, muchas palabras, más recuerdos todavía, y el brillo de unos ojos que nos miran pasar, que no nos tienen en cuenta, cuando en realidad es la propia existencia la que termina por abandonarnos, por decirnos un “hasta luego” o “hasta siempre”. Y una novela gráfica. Como viaja el agua. O como lo hacen esas lágrimas que retenemos en las cuencas de los ojos, dentro de nuestro cuerpo, sin permitirles paso, sin abrir el conducto que hace que podamos controlar el dolor, repararlo de alguna manera, o incluso olvidarnos de él por unos instantes. Porque de lo que aquí hablaremos será de la vejez, de ese último momento en la vida de alguien, pero también de un pasado que vuelve, o una mente que, fragmentada, termina por convertirse en carcelero y prisionero de una idea que traerá consecuencias que uno no se esperaría cuando, al igual que el agua, sólo quede una gota para que todo se termine.
¿Qué sucede cuando un anciano, un abuelo, se dedica a trapichear con mercancía robada? Que, muy probablemente, detrás haya una historia mucho mayor que desconocemos. Ahí es donde nuestra mirada se meterá de lleno, mientras los últimos suspiros de las vidas de otros ancianos se van apagando por la mano de alguien que entiende que, la verdad, la que todos conocen, debe permanecer en silencio.
Lo primero que hay que destacar de la obra de Juan Díaz Canales es la dureza. No he creído, en ningún momento, estar delante de una novela gráfica que nos hable de la vejez en unos términos benevolentes y cercanos a una comedia agridulce. Aquí la vejez aparece representada como el último momento en la vida de alguien que cree que ya está todo perdido. Como viaja el agua, además, es una de esas obras que uno lee casi sin pestañear y que hacen que la reflexión de después – y yo aconsejo que sea acompañado, el debate es mucho mejor con otras personas que en monólogo – te deje pensando en todo lo que has leído – y visto – en la lectura. Porque a pesar de que entre sus páginas se encuentre algún elemento sutil de argumento policíaco, no deja de ser un pequeño destello cuando, lo realmente importante, es esa mirada hacia los últimos momentos de una persona, de un abuelo, que cree que ya nada importa demasiado. Porque, al fin y al cabo, ¿qué nos queda cuando sabemos que ya estamos más cerca del final? Quizá un arrebato, puede que un intentar cambiar las cosas, o pelear contra la vida de la misma forma que ella lo ha hecho con nosotros durante toda nuestra existencia. Un pulso, eso mismo, un pulso que echar contra la realidad que, cabrona como ella sola, contiene en sus elementos lo suficiente como para terminar sucumbiendo a aquello que no pensaríamos nunca que íbamos a llegar.
Hablaba al principio sobre la vejez, pero Como viaja el agua nos habla también de la familia, del tiempo que pasa, de la actualidad, de un Madrid que se agota, de las palabras y los silencios, de las puertas que se cierran, de las miradas que, huidizas, intentan esconderse refugiadas tras los trapicheos y los juegos de cartas, de la amistad y los secretos que guardamos. En definitiva, lo nuevo de Juan Díaz Canales puede no ser una obra en favor de la vida, pero sí al menos es una obra que nos habla de la batalla entre aquello que se va para siempre, y algo nuevo que llega cuando creíamos que ya nada iba a volver a despertarnos la esperanza.