Os contaré mi historia con el libro que vengo a reseñar hoy.
Había escuchado hablar de él, pero nunca le había dado demasiada importancia. Sabía que estaba ahí, mirándome desde la librería. E incluso sabía también que había sido llevado al cine, pero… no sé, igual es que no quería leerlo. Igual es porque sabía que a lo mejor, solo a lo mejor, me iba a dar miedo de verdad.
Porque cuando creo que una película o un libro son capaces de provocarme pesadillas y dejarme pensando y reflexionando sobre algo que puede llegar a atemorizarme de la forma más profunda, miro para otro lado.
Sin embargo, lo interesante es que ese tipo de creaciones son las buenas de verdad. No las de miedo fácil, sino las de un miedo que nos llega adentro.
El caso es que un día buscaba algo siniestro pero sacado de un cuento, y entonces volví a encontrarme con Coraline, de Neil Gaiman. Una historia peculiar y llena de puertas. Pero solo una de ellas nos traslada a lo que más ansiamos, aunque también a lo que más tememos. Os lo explicaré.
Imaginad que en vuestra nueva casa hay catorce puertas. Trece son normales y la decimocuarta está tapiada. Y ya sabemos la curiosidad y el interés que despierta en los niños algo de ese tipo. Así que Coraline se empeña en abrir esa puerta misteriosa. Y cuando por fin lo consigue, se abre ante ella un pasadizo a otro mundo. Un mundo mucho mejor que el suyo… aparentemente. Allí está su misma casa, con sus mismos padres y sus mismos vecinos. Pero todos son más amables, la quieren más y le conceden todos los caprichos. Y, ¿sabéis lo que todos tienen en lugar de ojos? ¡Botones! Algo inquietante, ¿verdad? Eso mismo pensé yo. Y creo que Coraline también, porque a pesar de encontrarse en un universo perfecto, su intuición le dice que no todo es tan bonito como parece.
Bueno, partiendo de esta sinopsis, el libro promete mucho. Al menos a mí me provocó un interés enorme. Además, la novela es corta, con un ritmo muy rápido y una lectura muy amena.
Lectura que nos ofrece una realidad donde nuestros «falsos» padres y nuestros «falsos» vecinos viven, y todo lo que conocemos tiene un perfecto clon. A mí solo de pensarlo se me ponen los pelos de punta.
Todo maravillosamente exacto, divino, porque es un lugar donde todos te adoran. Un paraíso. Un universo más feliz y divertido. Pero, ¿de verdad nos gustaría que existiera algo así? ¿Estamos seguros de pedir ese deseo? ¿Y si hay gato encerrado? ¿Y si ese paraíso termina convirtiéndose en un infierno terrible, espeluznante y decadente?
Ahí está la cosa. Por eso Coraline debe usar su astucia e inteligencia para no acabar perdida en un mundo rabiosamente ideal pero macabro. Lo malo es que aun así, todo eso no será suficiente. Pero ¡tranquilos! No temáis por ella, porque su Pepito Grillo entra en escena. Y no penséis que es un abuelito sabio o un amigo imaginario, o incluso un ángel de la guarda. No, su Pepito Grillo es ni más ni menos que un gato negro.
¡Qué curioso! Los gatos negros siempre han sido símbolo de la mala suerte en diferentes culturas, pero aquí, en esta historia, ese gato negro se comporta como un maravilloso consejero sorprendiendo a Coraline en el momento más inesperado y al que debemos escuchar para hacer bien las cosas.
En conclusión, Neil Gaiman sabe cómo asustar y concienciar al lector para que no olvidemos Coraline. Porque la historia cuenta con el ingenio de la niña para escapar de esa «falsa» realidad; cuenta con la fe de la niña, que se materializa a través de una piedrecilla que se vuelve de color verde al atravesar la puerta —y gracias a eso la pequeña percibe muchas cosas—; y cuenta con el valor de la niña para recuperar a sus verdaderos padres.
Pero lo más importante, a mi parecer, es el hecho de conseguir que el lector reflexione sobre lo que de verdad quiere y necesita. Yo, al menos, por muchos padres perfectos que me pongan, me quedo con los míos. Con sus virtudes y sus defectos. Tal y como son en realidad.
Y ya conocéis el dicho, ¿no? Los ojos son el espejo del alma. Por lo que no os dejéis engatusar por aquellos que en lugar de ojos tengan botones. Que los botones solo sirven para adornar lo que está carente de vida, lo insípido, lo feo para hacerlo más bonito. Casi igual que los parches, que tapan agujeros negros. Tan negros como la oscuridad.