Puedo prometer y prometo que jamás correré un encierro en Pamplona. Bueno, ni en Pamplona ni en ningún sitio. Me gustaría decir que el motivo son mis fuertes principios antitaurinos, pero que va. Sencillamente, no acabo de verme sólo unos centímetros por delante de bichos de más de 500 kilos con los cuernos más afilados que una navaja de Albacete. Es por ello que siempre he sentido cierta curiosidad por saber qué lleva a miles de personas a jugarse el tipo año tras año, sin más premio que el de llegar a la plaza sanos y salvos. Y tengo que reconocer que después de leer Corriendo con Hemingway comprendo un poco más esta pasión, aunque sigo siendo firme en mi decisión de sólo visitar la calle Estafeta con fines etílicos y gastronómicos.
Empecé a leer este libro con cierto escepticismo, el propio del que se enfrenta a un autor que no conoce y a un tema que no está nada seguro de que le vaya a seducir, pero a los pocos párrafos ya estaba convencido de que había acertado con la elección. La prosa de Bill Hillmann, sarcástica y directa, hizo que me enfrascara en la lectura de su segunda novela desde el principio. Siempre he sido muy fan de eso que llaman realismo sucio y, pese a tratarse de un relato biográfico, la juventud de Hillmann parece sacada de una novela de Bukowski. Nacido en una familia desestructurada, ex boxeador amateur, alcohólico empedernido, pequeño traficante y de puñetazo fácil. Carne de prisión o de un destino peor, como tantos otros coetáneos suyos de los barrios humildes de Chicago. Pero un buen día, este joven con el fracaso escrito en la frente descubre a Ernest Hemingway a través de su novela ‘Fiesta’ y tras devorarla toma dos decisiones: la primera, convertirse en escritor. La segunda, viajar en solitario hasta Pamplona para sentir en sus propias carnes lo relatado por el ilustre narrador estadounidense.
Cada uno de los capítulos del libro recoge un año de la vida del autor, y la historia abarca desde 2005, año de su primera visita a Pamplona, hasta 2015, una década en la que sólo se ha ausentado en una ocasión de la fiesta navarra. Unos años en los que se percibe perfectamente la evolución de Hillmann y su lucha interior, que desnuda por completo en sus páginas, hasta el punto de detallar los horribles pensamientos que recorrían su cabeza durante el tiempo en que su trastorno bipolar estuvo sin ser tratado médicamente.
Pero la mayor parte del libro de Buffalo Bill, como le apoda cariñosamente su círculo pamplonica, se centra en lo que ocurre en los encierros, donde el autor no se limita a narrar el desarrollo de los mismos, sino que también da cabida a los sentimientos que le abordan antes, durante y después de cada carrera. Hillmann transmite con verosimilitud el nerviosismo de la noche previa, su admiración por los mozos más experimentados, la necesidad de demostrar su valía, sus voces internas, sus supersticiones, los codazos y empujones que tiene que dar y recibir mientras avanza, la adrenalina cuando sabe que hay un toro a pocos metros, los gritos de los mozos cogidos, los aplausos del público cuando los corredores pisan la arena…
Me han parecido muy oportunos también algunos apartes que hace Hillmann durante su narración y que ayudan a que el libro no se convierta en una mera exposición de sus carreras por el tramo de Telefónica. El autor introduce testimonios de personajes muy experimentados en los encierros, como Juan Pedro Lecuona o David Rodríguez, así como textos que buscan dar base científica a ideas que defiendo como ahínco, como los orígenes ancestrales de las carreras delante de animales o de cómo el consumo de carne animal favoreció el desarrollo del cerebro humano.
En definitiva y siendo claros, este libro hace una defensa a ultranza de los encierros, de la tauromaquia y de lo que ambas disciplinas representan para su autor, y por ello estoy seguro de que jamás cogerá polvo en la estantería de un votante del PACMA. Sin embargo, si dejamos al margen todo aquello que puede herir sensibilidades, Corriendo con Hemingway no es sino la historia de un hombre que lucha por dejar su pasado atrás, por escapar de aquellos demonios que tantas veces le habían corneado y embestido.