Nos rompemos. A cada instante. Como si estuviéramos ciegos. Oímos el ruido de algo que se quiebra. Que se rompe. Que no termina de encajar en su sitio. Pero continuamos con nuestra vida. Lo necesitamos. Anclarnos al mundo, aunque sea mentira. Encadenarnos a las emociones, a las que una vez fueron, a las que ya no son, a las que vendrán. Somos familia, amigo y pareja. Un entramado de palabras que no se dicen, de bombas que han estallado, de grietas que ya no podrán pegarse y quedar de la misma forma. Miramos, observamos lo que nos rodea, intentando encontrarle un significado que, quizás, no tenga, pero eso nos sirve para controlar lo que vivimos, lo que sentimos, como si pensáramos que la emoción es algo controlable, algo que somos capaces de encender y apagar como si de un interruptor se tratase. Nos rompemos, pero como bien dice esta novela, somos Cosas que brillan cuando están rotas porque, en algún momento, en un instante que nosotros creíamos perdido en el tiempo de las noticias que no quieren escucharse, un pequeño rayo de luz entra, intenta colarse, por los nudos del tiempo que dejan a veces un hueco para calentarnos. Puede que no sea suficiente, pero al menos seguiremos pensando que estamos vivos.
El 11 de marzo de 2004 Madrid se paralizó. Sufrió el peor ataque terrorista que se recordará en la Historia. De ese momento, la autora teje lo que fue esa tragedia y la envuelve con la ficción de una familia que, a punto de desintegrarse, intentará encontrar el punto exacto donde volver a encontrarse.
La realidad escuece, y lo hace como esas heridas que no terminan nunca de cicatrizar. El llamado 11M supuso para todo aquel que estuviera frente a su televisor un punto de inflexión en cuanto a la vida – y la sensación de seguridad – que habíamos vivido hasta aquel entonces. Fueron muchas las historias que surgieron de aquella desgracia, muchas las obras que intentaban desentrañar cómo había sido posible que se llegara a esa situación, pero pocas fueron tan valientes como lo es Cosas que brillan cuando están rotas. No estamos ante un ejercicio de ausentarse del dolor y ofrecernos una historia de redención, o de supervivencia, o ni siquiera un retrato de cómo una sociedad supo salir de aquellos escombros que sepultaron vidas que debieron respirar hasta la eternidad. Lo que tenemos en nuestras manos, y que yo acabo de terminar con un nudo en el estómago, es esa sensación de que algo se hunde en el corazón, lo estruja, lo agarra con la suficiente fuerza como para dejarnos sin aliento durante un instante que nosotros creemos será para siempre. Nuria Labari ha conseguido establecer aquí una línea perfecta entre la ficción y la realidad, una línea que supone, en muchos casos, la diferencia entre vivir y morir. Porque no neguemos, nunca, que la literatura no deja de ser un bote salvavidas que, a veces, consigue hacernos pisar tierra firme.
Alejémonos, después, del apartado real, de la vivencia de la tragedia, para centrarnos en otro tipo de batalla, otro tipo de grieta que también, cuando traspasa los cuerpos, reproduce los mismos efectos que el dolor que se manifestó aquel día de marzo, aunque a una escala más pequeña. Porque de lo que también nos habla Cosas que brillan cuando están rotas es de las relaciones, de la familia que se desintegra, del amor que se consume como el humo que sale despedido por la ventana, de las manos que huyen del contacto, de los seres humanos reflejados en un espejo cien, quizás miles de veces, mientras la imagen primigenia se va difuminando, desapareciendo, sin llegar a saber dónde nos encontramos. Nuria Labari nos deja hechos añicos, y aunque suene raro leerlo, se agradece. Porque si bien la literatura sirve para evadirse, en ocasiones surge un título que nos lleva directos al centro, a ese núcleo del que todos intentamos formar parte, aunque a veces nos olvidemos que la realidad, en sus infinitas formas, puede ser tan dura como lo es esta novela.
Impresionante el arranque de la reseña. No puedo evitar recordar a Foster Wallace: “era el no-orden, el límite, los lugares donde se rompen las cosas y se fragmentan convirtiéndose en belleza.” Gracias por la reseña – y por recordarme a DFW.