Cuadernos rusos, de Igort
Si uno hace una búsqueda por internet escribiendo el nombre de Anna Politkóvskaya descubrirá que esta periodista defensora de los derechos humanos y opositora del conflicto checheno y del presidente Vladimir Putin, fue asesinada a traición y murió en un ascensor mientras varios disparos sesgaban su vida. Una vida en la que, lo único que pretendía, era dar luz a la verdad que nadie quería sacar a la luz. Murió por luchas por la verdad y eso sólo tiene una conclusión evidente: en pleno siglo XXI todavía hay sectores que se mueven con total impunidad por el mundo, y las decisiones políticas siguen matando a gente que lucha porque este mundo sea, sino mejor, al menos mucho más tranquilo para sus ciudadanos. No mentiré si digo que, movido entre la estupefacción y el asombro, lo que he descubierto en este Cuadernos rusos es una narración valiente, dura, casi tan dura como el dolor de las balas que se clavan en el cuerpo de alguien, y que nos cuenta la historia de una mujer que luchó hasta el último aliento por la vida y la dignidad humana, y además, la historia de un conflicto que nos retrotrae a otras épocas y que nos deja tiritando del miedo al pensar que, todo esto, todo lo que aquí converge en un punto – y ese es la barbarie – sucedió no hace mucho y sigue perpetuándose, estira sus brazos y golpea las vidas de unos ciudadanos que, de poder hacerlo, huirían de todo lo que conocen convirtiéndose en nómadas que no encontraran paz allá donde vayan. Porque lo importante no es aquello que dejas, sino lo que te llevas contigo. Porque el dolor, lo insoportable de él, es que te persigue incluso en sueños.
La noche, con su oscuridad y su reloj marcando las horas, abrigó esta lectura que, quizás, hubiera sido mejor dejar para el día, donde la luz hace desaparecer ciertos fantasmas y el dolor no es tan insoportable. Pero a la vez, puede que esas sean las mejores horas, la noche que nos abriga a todos en nuestras casas con sus luces y sombras, para que Cuadernos rusos despliegue todo su potencial y nos convierta en espectadores de una realidad que impactará en la mente de quien lo lea, de quien observe las imágenes que acompañan al texto, y compruebe en sus carnes, en los ojos que bailan con escalofríos por su historia, lo que los hombres pueden convertir en horror, en simple desesperación – recuerdo especialmente las tres viñetas en las que un soldado es interrogado sobre el por qué de sus acciones, y aún hoy sigue pareciéndome imposibles sus respuestas -, y en muerte, por qué no decirlo, muertes absurdas y sin ningún sentido. Igort, con la fuerza de los que deciden no callarse y enseñar al mundo la verdad, como ya lo hiciera Anna Politkóvskaya, trae una novela gráfica dura que no concede el descanso a aquellos que miremos en su interior y nos metamos por las calles sin salida de una época, de un lugar, de un conflicto, que dispara balas, que envenena, con la impunidad de un gobierno que mira para otro lado y no contempla la libertad como única opción.
No pretenderé extenderme en los alegatos políticos, creo que lo más importante para disfrutar Cuadernos rusos es, precisamente, tenerlo en las manos y sacar nuestras propias conclusiones. La vida es un bien que se nos concedió en el mismo momento en el que nacimos, y nadie debiera decidir cuándo se termina. Igort, a través de la investigación de los sucesos que llevaron a la periodista Anna Politkóvskaya a la muerte, narra en imágenes la desolación que deja la guerra, el silencio que se desea ante los gritos de los mutilados, de los deportados a la fuerza, de los desaparecidos en mitad de la noche y enterrados vivos por soldados que lo único que ven a través de sus ojos es un hombre que no merece vivir, alguien que es menos que él mismo, y que se merece que una bala traspase su cabeza y acabe clavada en la pared. Esa dureza, esa verdad, es la que se introduce en nuestro cerebro sin poder evitarlo. Y esa noche, aquel momento en el que yo terminé su lectura, se quedará grabado para siempre, tras encender un cigarro, mirar al horizonte, y pensar que en ocasiones, las lecturas se hacen tan duras como imprescindibles. Y esta es una de ellas.