“Cuando éramos ángeles”, de Beatriz Rodríguez
La vida puede concentrarse en pequeños sorbos. Pasos que nos acercan o nos separan de aquellos que conocemos o que, simplemente, nos dejan una resaca lo bastante fuerte como para que no nos acordemos de nada de lo que hemos vivido. Hay dos formas de encarar la vida: o atacamos o huimos, no hay medias tintas. Imaginemos, por un momento, que estamos en un pueblo, unas calles que de tan transitadas aburren, donde todos se conocen, donde los secretos no son tales sino palabras que pueden lanzarse como un dardo que envenena hasta la más limpia de las sangres. Imaginemos ahora que, ahí, en ese punto donde todo se detiene, donde parece que el tiempo no avanza y las miradas siempre son de reojo, se comete un crimen que todo el mundo está esperando, por el que nadie sufre, y que une las vidas de todos los habitantes de un lugar donde nunca parece pasar nada pero que en realidad es una bomba a punto de estallar. Imaginemos, o quizás no, porque Cuando éramos ángeles nos va a descubrir que vivir no es lo mismo que estar vivo, que sentir poco tiene que ver con los géneros y los sexos, que matar siempre tiene un significado aunque pueda resultar incomprensible.
Fran Borrego aparece muerte en Fuentegrande. Lo que parecía una vida tan idílica como aburrida, se convierte para Clara, directora del periódico comarcal, en una investigación sobre las vidas de aquellos con los que comparte algo más que un saludo por la calle. Porque en realidad, los crímenes siempre llevan unidos a su origen una razón que los explica. Y la historia de un pueblo está plagada de ellas.
La aparición de nuevas voces en el mundo editorial suele ser motivo de alegría para el que que suscribe. Por ello, la aparición de Beatriz Rodríguez hizo que me acercara a mi librería más cercana para hacerme con Cuando éramos ángeles. Sin saber absolutamente nada de su argumento, una compra a ciegas, empecé la lectura de esta novela como quien es un espectador de un cuadro donde los personajes, en movimiento, van contando una historia proporcionándonos pistas que nos darán las claves para entender todo lo que sucede. Un juego, si así lo preferimos. A través de un estilo sencillo, directo, y alejado de artificios que hubieran lastrado el ritmo de la novela, la autora nos plantea los juegos que se establecen entre las personas, las relaciones que nos hacen conservar la dignidad o perderla, y cómo algo tan universal como la pasión es la que ha proporcionado los resultados más atroces de la humanidad. Porque no hay que olvidar que la ira no es algo que se diferencia tanto del amor, de ese tipo de amor que arrebata la razón y convierte a una persona en su opuesto. Sombras y luces en un continuo baile donde el pasado es la cadena que nos ata a la tierra. Una tierra que, en todo caso, termina convirtiendo las existencias en marionetas dirigidas por una mano invisible llena de miseria.
En los últimos tiempos, en la literatura española, se ha visto como volvían la mirada a los pueblos, como si de una especie de regresión a nuestros orígenes se tratase. Y no sé si Beatriz Rodríguez lo ha intentado o son simplemente ideas de un redactor al que le gusta sacar relaciones de donde no las hay, pero en todo caso pequeñas imágenes de las historias de Miguel Delibes o Camilo José Cela sobrevolaban la lectura de Cuando éramos ángeles a través de esos parajes cerrados y prestos a guardar los secretos, la miseria, la mierda que se gangrena en todos los seres humanos en algún momento de sus vidas, esperando ese leve tic tac que hace que las bombas estallen con el último sonido, con ese último resorte que hará que lo que antes era aparente paz se convierta en llamas, en sexo, en crimen y después otro silencio, más macabro, pero por lo menos mucho más real que aquello que habíamos observado desde que comenzó esta lectura. Una mentira que, contada mil veces, nunca terminará en convertirse en verdad.