Yo traía el amor por la literatura de serie, pero si hubiera sido por el colegio o el instituto, se me hubiesen quitado todas las ganas de leer. Libros de texto de solo teoría, una lectura obligatoria por trimestre y poco más. ¿Qué quedaba de todo eso al final de curso? Algún nombre memorizado, algún concepto vagamente familiar y después, el olvido, cuando no el odio más acérrimo por ciertos escritores que nos metían con calzador (Azorín, estoy pensando en ti).
Comprendo que es difícil explicar la historia de la literatura, aunque nos ciñamos a un solo siglo. Pero unos cuantos escritores, obras y fechas dichos de corrido y sin establecer relaciones entre ellos no es el método más indicado, eso seguro. Ojalá hubiera tenido yo de lectura obligatoria libros como Cuentos españoles del siglo XIX y un profesor capaz de salirse del guion para transmitir el amor por las letras.
En Cuentos españoles del siglo XIX, Juan Carlos Fernández Serrato ha seleccionado quince cuentos para hacer un recorrido por las diversas estéticas que se dieron lugar en la literatura española del siglo XIX. Desde artículos de costumbres, pasando por las leyendas con ecos del romanticismo hasta llegar a las primeras muestras del modernismo, esta edición es una forma didáctica de ver y comprender la transformación la literatura española a lo largo de esa centuria. No podía faltar la introducción teórica inicial, en la que se explican los principales acontecimientos políticos y económicos de la época, así como las ideas filosóficas y literarias más representativas, que si bien no es la parte más amena del libro, está relatada con la suficiente claridad y concisión para cumplir su papel de contextualizar todos los cuentos que vendrán después. Fernández Serrato tampoco se olvida de hacer un breve resumen de qué se considera cuento y de la evolución que tuvo este género durante el siglo que nos ocupa. Y a partir de ahí, los relatos escogidos, escritos por los autores más relevantes de la época.
«El café», de Mariano José de Larra, en el que describen a los típicos parroquianos de un café de entonces, aunque bien podrían ser los de un bar actual, por sus discusiones fanáticas sobre política y sus continuas muestras de desprecio hacia cultura y el trabajo.
«El pastor clasiquino», el ejercicio literario de José de Espronceda para criticar a los poetas neoclásicos pasados de moda.
«Pulpete y Balbeja», de Serafín Estébanez Calderón, una divertida historia sobre un duelo de honor, donde lo que menos importa es quién gane y lo que más, reflejar fielmente el lenguaje popular andaluz y la jerga de los delincuentes.
«La cruz del diablo», de Gustavo Adolfo Bécquer, en el que el famoso escritor sevillano muestra su madurez literaria dejando atrás la mera recreación de folclore. Así logra un cuento más redondo en todos sus aspectos artísticos.
«La hija del sol», de Cecilia Böhl de Faber (aunque en sus tiempos firmara como Fernán Caballero), en el que cuenta un suceso real con intención moralizante.
«La mujer alta», de Pedro Antonio de Alarcón, considerado por muchos críticos uno de los mejores cuentos de terror españoles.
«La leva», de José María de Pereda, en el que queda plasmado con sumo detalle la forma de comportarse y de vivir de las clases populares del siglo XIX.
Una ración doble del gran Leopoldo Alas Clarín: por un lado, «¡Adiós, Cordera!, un entrañable cuento que representa el choque entre la civilización y el mundo rural; y por otro, «La rosa de oro», narrado en forma de leyenda, aunque sin elementos fantásticos, en la que critica la religión.
Y también la representación de Emilia Pardo Bazán a través de dos relatos muy distintos: «En tranvía», donde muestra el trato hipócrita de los burgueses con los pobres, y «El contador», en el que deja patente su visión moderna de la sociedad y las relaciones.
«¿Dónde está mi cabeza?», en el que el máximo exponente del realismo español, Benito Pérez Galdós, hace sus pinitos en la fantasía con un relato original y divertido en el que se burla del positivismo científico mostrando cómo la lógica racional puede convertirse en locura.
«El maestro Raimundico», de Juan Valera, que recuerda a «Pulpete y Balbeja», y con el que el autor solo pretende entretener, pues defendía que la literatura no siempre tiene que defender tesis sociales o morales.
«Golpe doble», de Vicente Blasco Ibáñez, donde este escritor valenciano vuelve a recrear la huerta y los abusos de poder.
Y cierra la antología «La niña Chole», de Ramón María del Valle-Inclán, que por estructura parece una novela corta y que reúne las características innovadoras que desembocarían en la literatura modernista de principios del siglo XX.
Cuentos españoles del siglo XIX es, por tanto, una acertada selección de relatos para comprender la evolución de la literatura en España durante el siglo XIX. Pero también es un retrato costumbrista de nuestro país, por las descripciones detalladas sobre vestimentas, comportamientos, relaciones y formas de hablar. Y por si esto fuera poco, nos recuerda el dominio de la lengua y la rica cultura que poseían los escritores de esa época, y que al menos yo echo en falta más de una vez en la literatura actual. Por todo eso, os animo a leer Cuentos españoles del siglo XIX, aun si habéis dejado atrás la época estudiantil. Es una forma de hacer las paces con los clásicos, aquellos que los tengáis atragantados desde entonces. O de volver a disfrutar de ellos si, como yo, apreciáis su enorme legado.