De un mundo que ya no está, de Israel Yehoshua Singer

De un mundo que ya no estáSi pedimos a cualquier hijo de vecino que nos diga qué civilizaciones desaparecidas conoce, las respuestas oscilarán entre los mayas y el Antiguo Egipto, pasando quizá por los etruscos, los aztecas o los sumerios, es decir, culturas que desaparecieron hace cientos o incluso miles de años. Lo más probable es que nadie piense en una civilización mucho más reciente que estuvo presente en buena parte del centro y este de Europa hasta hace menos de cien años: el mundo del shtetl.

Los shtetl eran aldeas o pueblos habitados de manera mayoritaria por judíos, donde la lengua principal era el yiddish, y donde el judaísmo ortodoxo regía hasta el último aspecto de la vida de sus habitantes. Era ese mundo humilde, supersticioso y aferrado a sus tradiciones que conocisteis los que hayáis visto El violinista en el tejado, y que retrataron de manera exquisita autores como Sholem Aleichem, Der Níster o el hermano de nuestro autor de hoy, Isaac Bashevis Singer. Con este último, que en 1978 recibió el premio Nobel de literatura, el yiddish se ganó ese respeto y prestigio oficial que otorga la literatura, y puede decirse que hoy esta lengua, que parecía condenada a desaparecer entre las cenizas de la Shoa, sigue viva y coleando.

Durante muchos años, el nombre de Israel Yehoshua Singer, muerto de manera prematura a la edad de 50 años, fue invariablemente acompañado de “hermano de”, pese a que el propio premiado siempre consideró a su hermano mayor mucho mejor escritor que él. Odiosas comparaciones aparte, lo cierto es que desde hace unos años, gracias a la impagable labor de Acantilado, el lector en lengua española puede juzgar por sí mismo y disfrutar de las magistrales La familia Karnowski, Los hermanos Ashkenazi, y esta no menos extraordinaria De un mundo que ya no está.

Si los libros de memorias y recuerdos de infancia suelen estar cubiertos de una pátina de nostalgia, en el caso de una elegía por un mundo destruido, que se llevó consigo millones de vidas y recuerdos, esta pátina debería ser aún más gruesa. Sin embargo, Israel Y. Singer no es nada complaciente con la vida en su shtetl. Y es que, cuando uno tiene aunque sea un poquito de sed de vivir, de conocer, de ser uno mismo, no perdona fácilmente que a la edad de tres años lo envíen al jéder, la escuela religiosa, a entregarse al estudio de la Torá. El rechazo de ese mundo por parte del autor, rechazo evidente en sus grandes novelas posteriores, en las que retrata un mundo de judíos asimilados y emprendedores, muy diferente del mundo rural de rabinos y demonios de su laureado hermano, comenzó en aquellos días:

Mediante toda clase de estratagemas conseguíamos escabullirnos de Mates y su Torá, y pasábamos el mayor tiempo posible en su establo. La masticación de los caballos, el tintineo de las cadenas sobre su cuello, el penetrante olor a heno e incluso el tufo a estiércol eran para mi olfato como los más costosos perfumes.

Israel también escapaba del jéder para ir con los hijos del carpintero, los matones del pueblo.

No eran de mi condición social; apenas sabían rezar, pero en cambio sabían tallar y cepillar las tablas, usar un destornillador y un taladro…

La vida para nuestro autor estaba fuera de las sagradas escrituras, fuera de las corrientes que dividían a la comunidad judía entre los míticos y los talmudistas. La vida para él estaba en el olor a estiércol o en el martillo que golpea un clavo. Por otra parte, la superstición y el carácter sagrado de la palabra escrita conduce a los habitantes del shtetl a situaciones surrealistas y francamente cómicas, como en el caso de la viuda que acude al rabino para que la libere de la obligación de casarse con el hermano de su difunto marido. Llegado el momento de la ceremonia por la que ha de quedar libre, la pobre mujer es incapaz de pronunciar correctamente una letra del versículo hebreo, por lo que la ceremonia queda invalidada.

Como es de esperar, en este mundo hoy desaparecido, la paz y la convivencia pendían siempre de un débil hilo: cualquier chispazo, cualquier rumor malintencionado podía desembocar en un sangriento pogromo. A punto está de suceder cuando un campesino alemán propaga un libelo de sangre , y la tensión que se respira cada vez que se celebra la Semana Santa cristiana obliga a los judíos a encerrarse en sus casas.

De un mundo que ya no está se compone de episodios como los arriba mencionados: divertidos, dramáticos, crueles y líricos, y contiene una maravillosa galería de vívidos retratos que va mucho más allá del judaísmo y el shtetl, y apela al lector universal. Porque Israel Yehoshua Singer nos habla de algo tan sencillo y tan universal como el descubrimiento por parte de un niño de un mundo hermoso y hostil.

Este libro formaba parte de un ambicioso proyecto. El autor quería recoger sus recuerdos de infancia y juventud así como su desarrollo como escritor hasta su llegada a América. Con su muerte el proyecto quedó truncado y sólo nos ha quedado esta pequeña obra maestra.

 

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