Uno nunca entiende cómo un libro llega a sus manos. A veces es la suerte, otras veces la profesión, en ocasiones una palabra que lleva a tu memoria a navegar por los recuerdos u otras recomendaciones de gente a la que aprecias y de la que valoras su opinión. En el caso de Dile a Marie que la quiero fue la última, para pasar por el juego de ciertos recuerdos durante su lectura. Resultará raro que yo diga esto teniendo en cuenta que el libro se desarrolla en la Segunda Guerra Mundial, pero al final los sentimientos se escapan un poco de las limitaciones del tiempo y el espacio y viajan durante generaciones para hacernos entender que lo que somos, lo que sentimos, lo que generamos, no deja de ser, en cierto sentido, muy parecido sea cual sea la época que nos ha tocado vivir. Y es cierto que, todo aquel que alguna vez me ha escuchado en alguna conversación, no suelen gustarme o, al menos, suelo ser bastante reticente a meterme en la lectura de novelas que tengan que ver con esta época porque me parece que ya está prácticamente contado, que el volumen editorial de este tipo de lecturas tiende a ser excesivo y el hartazgo llega más pronto que tarde. Pero por esos azares de la vida, leo la novela de Jacinto Rey como quien observa un cuadro de la devastación que se causó en la Historia y sobre la conmoción que, en los cuerpos, palpita para llegar a cierta esperanza que no se sabrá nunca si fue el sustituto perfecto para luchar contra la realidad.
Nunca estamos solos. La vida teje una tela de araña que, hilvanada tan fuerte que es capaz de ahogar, relaciona las vidas de más de una persona, convirtiendo diferentes existencias en una especie de río que no termina nunca. Sólo en la muerte. Y quizás ese sea el punto fuerte de Jacinto Rey en su novela. Normalmente, tiendo un puente entre mis impresiones y lo que nos cuenta el autor, definiendo el resumen de lo que nos vamos a encontrar. En esta ocasión no será así por una cuestión: creo que Dile a Marie que la quiero se merece una entrada en su mundo sin informaciones previas. Sabed que es una historia en la Segunda Guerra Mundial. De ahí, uno puede sacar sus propias conclusiones. ¿Será una historia dura? Lo será en cuanto que el contexto invita a las vidas rotas. Una guerra siempre es injusta, tanto para los vencedores como para los vencidos. Pero a pesar del dolor, a pesar de la barbarie, incluso en esos momentos en los que una Historia puede convertir cualquier elemento en motivo de desgracia, esta novela, sin saber muy bien por qué, consigue que se introduzca en nuestro cuerpo un halo de esperanza, ese movimiento que, parecido a un escalofrío, recorre nuestra espalda y consigue de alguna manera paralizarnos.
Jacinto Rey se desenvuelve bien en su novela. No será un juego pesado repleto de datos que lastren el ritmo de Dile a Marie que la quiero y nos permitirá, de esa manera, disfrutar de una historia bien documentada. Y aunque hablemos de una novela, de un autor desconocido, de esa rara avis que aún hoy en día van apareciendo para que los lectores podamos disfrutar de la lectura, siempre tiendo a quejarme de las comparaciones. ¿Por qué promocionar un libro con nombres grandilocuentes? Por ejemplo, Ken Follett. No creo que tenga mucho que ver la forma en la que Jacinto Rey escribe con la del nombrado autor. Por ello, desde aquí, levanto un llamamiento a las editoriales: los lectores queremos voces propias, no imitaciones. Puede que por eso esta novela me haya llamado la atención. Es cierto: la Segunda Guerra Mundial se ha contado de numerosas maneras. Es muy posible, además, que no haya ninguna novedad en el frente sobre lo que sucedió y no debería volver a suceder nunca. Pero lo que sí puede ser diferente, a lo que nos puede invitar esta novela, es a vivir una historia emocionante, una historia coral donde las palabras, los silencios, las existencias, tejidas con la dureza de la realidad, crean vidas y las destruyen.