La imaginación es una cosa muy bonita y práctica. Nos permite tanto hallar soluciones insospechadas a nuestros problemas como crear maravillosos mundos de fantasía (imaginación y fantasía no son sinónimos, se ponga como se ponga el diccionario; la fantasía no es sino una vertiente de la imaginación). Cuando iba al cole, nada me gustaba tanto como que la seño nos mandara hacer algún trabajo que requiriera de la imaginación. Y no se me daba mal, a decir de mis amigos. Podía inventarme personajes resultones (con nombres graciosos y todo), situaciones más o menos ocurrentes, ir un poquito más allá del lugar común para hallar una salida ingeniosa, y, desde luego, nadie me superaba en el arte de poner motes. Pero de una cosa estoy seguro: al lado de Chester Brown, soy la persona más sosa, anodina, predecible y carente de imaginación que el mundo ha visto.
Chester Brown lleva la imaginación a otro nivel. Lo que este autor hace con ideas, imágenes y palabras tiene poco que ver con la obra de ningún otro autor que yo conozca. Sin embargo, eso no significa que vaya a ser del gusto de todos. Vaya, pues, por delante la advertencia: Ed, el payaso feliz no es apta para todas las sensibilidades. Para más detalles al respecto, seguid leyendo.
Del mismo modo que, como pontificaba más arriba, la fantasía es tan sólo una vertiente de la imaginación, el disparate es tan sólo un recurso técnico de ésta. Hay autores, no obstante, que confunden recurso con finalidad, y, en consecuencia, presumen de imaginación, cuando en realidad se quedan en el mero disparate. Las primeras páginas de este libro pueden dar la impresión de que estamos ante una apología y antología del disparate. Se trata, no obstante, de un disparate tan divertido que seguimos leyendo y disfrutando como esos pequeños pigmeos que devoran con fruición una rata todavía palpitante. (¿Racista? Cuando menos, políticamente inaceptable. Ya había advertido a vuestra sensibilidad. Pero lo peor, es decir, lo mejor todavía está por venir). Poco a poco, sin embargo, vemos cómo un disparate encaja con otro, y cómo se va construyendo una obra de un surrealismo delirante y, al mismo tiempo, perfectamente coherente.
La coherencia de este delirio pasma a este lector, más aún cuando observa que el libro se fue escribiendo a lo largo de diez años. De hecho, antes de convertirse en novela Ed… era de una colección de tiras cómicas publicadas en la revista Yummy Fur, y que no guardaban más que una tenue relación unas con otras. Brown estaba fuertemente influido por algunas teorías del surrealismo y su obra es, ante todo, fruto, como él mismo admite, de la improvisación. En las interesantísimas notas al final del libro el autor comenta algunos de estos aspectos del proceso de creación de la obra. ¿Cómo surgió ese monstruo de Frankenstein que aparece en la página 14? ¿Por qué el cabello de la vampira Josie empieza de repente a brillar? ¿De dónde salió la idea del calamar masturbador? Las respuestas son siempre sorprendentes y reveladoras, y creo que desmitifican en buena medida el trabajo del artista.
Como ya he señalado, Ed, el payaso feliz no es una obra para sensibilidades delicadas. Pensad, de entrada, en episodios como “El hombre que no podía parar”, que un día se sentó en la taza del váter y, pues eso, no pudo parar. Imaginad una escena de masturbación, y a continuación pensad que la punta de ese pene en erupción es, en realidad, la cabeza de Ronald Reagan vomitando. Y creo que con ese par de ejemplos basta para haceros una idea. Eso sí, en las notas finales, Brown se disculpa por el aspecto más ofensivo de sus viñetas, que achaca a su ignorancia juvenil. Así, nos dice que hoy, por ejemplo, no se reiría de una señora madura que se beneficia a un jovencito, ni haría que sus pigmeos comerratas dijeran ¡uga uga!
Rompedora y divertida, de un humor guarro e irreverente, Ed, el payaso feliz marcó un hito en la escena del cómic alternativo norteamericano, y eso es lo único que no nos sorprende de este libro delirante y absolutamente genial.
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