Aun si tuvisteis la suerte de nacer en la época perfecta para vivir – aunque fuera de manera vicaria – la cultura y contracultura de los 80, es poco probable que recordéis que aquella década gloriosa para nuestras movidas fue también la época dorada de la lucha libre profesional. A España, aquel revival llegó con unos años de retraso, y, como aquí la lucha libre había existido toda la vida, decidimos, en aras de la modernidad, darle a aquel deporte el estúpido nombre de pressing catch. Y así fue como aquella cadena de televisión que todos sabemos encontró por fin algo con lo que rellenar los minutos de su programación en los que no había tetas. Hoy, pasados los años y cambiados los gustos, queda poco de aquella moda y sólo un puñado de estrambóticos personajes de aquellos épicos duelos, como Dwayne “The Rock” Johnson, han conseguido reintegrarse en la sociedad.
La variante mexicana del wrestling, por su parte, si bien nunca ha llegado a calar en España, goza de una popularidad extraordinaria en México, tan sólo por detrás del fútbol. Pero qué queréis que os diga: a mí estas batallitas de pseudo-héroes enmascarados, ni fu ni fa, y lo único que me interesa de este deporte es que nos ha brindado un personaje tan genial, bestia y divertido como El Borbah.
De descomunales músculos y tripa, ataviado con un maillot de lucha, y el rostro cubierto por una máscara, El Borbah es un tipo casi corriente y moliente en el mundo de Charles Burns, un mundo habitado por seres mitad humanos mitad ciborg, esqueletos andantes, y cabezas de formas insólitas. Gracias a su aspecto discreto y su facilidad para pasar desapercibido, nuestro héroe se dedica a la investigación privada.
Al Borbah no le duelen prendas en admitir su falta de escrúpulos al aceptar un caso. Si el cliente paga bien, acepta, y una vez aceptado un caso, nada le detiene. Se abre camino a base de tortazos y amenazas, y es capaz de zurrar a un gorila de discoteca al tiempo que enciende un cigarrillo. Los casos que le encargan son delirantes, y van desde padres angustiados porque su hijo se está convirtiendo en robot, a mafiosos cincuentones con cuerpo de bebé, pasando por misteriosas cofradías dedicadas a la trata de blancas.
En las historias de El Borbah, Burns recrea a su manera el estilo de las novelas pulp, con aquellas portadas tan disparatadas e irresistibles, y el de las películas de serie B de los años 50. Son aventuras repletas de científicos chiflados, mujeres fatales, monos con electrodos y mequetrefes cornudos con sed de venganza, que transcurren en mansiones de millonario, laboratorios secretos, tugurios infectos y moteles de mala muerte. Las historias, y los diferentes episodios en cada una de ellas, siempre se abren con una viñeta de tamaño doble que a menudo nos recuerdan al regreso, tras la pausa para la publicidad, de esas escenas insoportablemente tensas (el descubrimiento de un cadáver, el polvo disipándose tras una explosión) que tanto se estilaban antaño en thrillers e historias de detectives.
Burns siempre se esmera en los detalles, y los escenarios de El Borbah, un auténtico inframundo de ciencia ficción y novela negra, le dan rienda suelta para recrearse en ellos. ¿Qué os parece el sombrero de la portada? ¿El dependiente de la página 35? ¿Y no es absolutamente genial el vendedor de coches de “Bone voyage”? Asimismo, los personajes secundarios le sirven al autor para brindarnos grotescas e hilarantes caricaturas de los mayores freaks que he visto en mucho tiempo, como ese andoba de la página 74, o el amante de la esposa infiel de “Viviendo en la edad de hielo”.
En definitiva, una mirada irónica, nostálgica y enloquecida a la era dorada de la ciencia ficción con la que me lo he pasado de cine. Y aún mejor, de cine B.
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