Reseña del libro “El capitalista simbólico”, de Valentín Roma
Si justo ahora, que todavía estoy sin cenar y ando haciendo cuentas post vacacionales, sonara de pronto mi teléfono y algún ejecutivo repeinado y con voz a lo Patrick Bateman me dijera educadamente que ha leído con interés mis reseñas literarias (¡!), que le parecen muy interesantes, sugerentes (¡!¡!) y blablabla y, directamente, me ofreciera una pasta gansa por escribir emotivas y sinceras (¿?) descripciones sobre (y aquí ponga usted lo que quiera que a mí a estas horas de la noche solo se me ocurren barbaridades), yo le tengo que confesar que, después de ver lo que pasó con aquel grupo de rock llamado MClan, tengo la respuesta bastante cristalina.
¿Y usted?
Pues es justo a las puertas de un dilema (¿moral? / ¿ético? / ¿estético?) similar al que acabo de exponerle donde empieza no solo una fantástica novela hecha en España (que, debo confesar, resulta una celebradísima excepción al habitual oxímoron que me suele deparar esta singular construcción verbal), sino una interesante y sesuda reflexión de carácter sociológico más o menos refinada (pero llena de ironía, sarcasmo y, sin ninguna duda, de muy buena literatura) de lo que, para el artista barcelonés Valentín Roma, entraña ser un “desclasado social” en la España de hoy en día.
El capitalista simbólico culmina una especie de trilogía que gira en torno a esto de entrar y salir de una determinada clase social en estos tiempos y las contradicciones, las fobias, los éxitos y los desastres personales que eso genera en el individuo desclasado. Un interesante proyecto literario que arrancó con otros dos títulos, El enfermero de Lenin y Retrato de un futbolista, a los que intentaré echar el guante antes de pegar mi propio pelotazo y solo dedicarme a leer la carta de vinos de los restaurantes parisinos.
Pero mientras eso ocurre, me he comprometido a contarle alguna cosa más sobre esta estupenda novela.
Por ejemplo, que el protagonista es un joven universitario y que no tiene nombre (como la mayoría de los hijos de los proletas de este país). Un joven como otro cualquiera que, aunque finalmente no consiguió triunfar en el fútbol (ese gran Dorado al que aspirábamos casi todos antes de que la noche nos confundiera), sí que alcanzará el éxito (signifique esto lo que sea que signifique) cuando acepta una oferta llena de ceros para escribir sugerentes descripciones en las famosas Guías Verdes Michelín. Este hecho, tan azaroso y extravagante, marcará un antes y un después en la vida del protagonista de la novela y le servirá al autor para contarnos una historia común y bastante reconocible (¿no es, sin duda, parecida a la nuestra?) a lo largo de toda una década, y que girará en torno a lo que representa alcanzar tus sueños en este mundo despiadado, falso y turbocapitalista en el que estamos atrapados (y, más concretamente, en aquellos maravillosos y del todo despendolados años noventa).
Según dicen algunas teorías sociológicas (las he pillado en la Wikipedia, no se vaya usted a pensar que yo leo tanto), el mundo neoliberal, capitalista y enfermizo que habitamos está marcado por una serie de imágenes, de ideas o de representaciones creadas a priori con el paso del tiempo que son, de alguna forma, aceptadas casi por consenso por todo el mundo. Estas representaciones, en muchas ocasiones, tienen más poder y son más fuertes y decisivas que las propias leyes.
En ese sentido, ser alcalde de Madrid (ejem), comer en un tipo de restaurante, tener esta marca de coche o veranear en este o en aquel lugar nos posicionan en la pirámide social como ninguna otra cosa, más allá de quiénes somos, de lo que hacemos, de lo que sabemos en realidad o lo que aportamos a la sociedad. Todo es, por lo tanto, puro simbolismo social. Un capital simbólico que, paradójicamente, es directamente proporcional a nuestro capital económico, social o cultural, pero no consecuencia de ellos si no, más bien, la causa.
Y esto, entre otras cosas, se llama tener un prestigio.
Por eso, supongo que el protagonista de la novela, el capitalista simbólico de Valentín Roma, se dará cuenta enseguida que alcanzar (y mantener) ese prestigio, ese estatus, ser el tío exitoso en el que uno se ha convertido, representar lo que representa ahora, tener aspiraciones de ese tipo y a la vez reconocerse en quién uno es en realidad, no sólo puede agobiar mucho y hacernos caer en un vacío existencial absoluto, sino que también suele acabar siendo ridículo y patético y del todo contradictorio. Quizás porque todo es una puta patraña.
(¡Anda mira, igual que Instagram!)
(…)
Pues eso, ¿no?
Contradicción.
Dolor.
Sexo.
Y algún que otro libro
(Por supuesto, que sea como este).
Si de verdad hay algo más, que venga Dios (resucitado) y lo vea.