El chico que puso hélices al viento, de William Kamhwamba y Bryan Mealer
Cuando uno vive en una pequeñísima aldea de un país como Malaui no se tienen muchas papeletas como para recibir una formación de calidad o, mejor dicho, medianamente aceptable. Primero, sin lugar a dudas, está comer. Sin embargo, este ambiente tan adverso no fue impedimento para que William Kamhwamba, un chaval de 14 años fascinado por la ciencia y, en concreto, por la electricidad, se propusiera (y consiguiera) que su familia dispusiera de electricidad y agua corriente. ¿Cómo? pues construyendo un molinillo eléctrico a base de materiales de desecho y chatarra y con la única ayuda de un puñado de libros prestados. Ahí es nada.
La historia de este auténtico emprendedor, salió publicada en “The wall street journal” llamando la atención del periodista Bryan Mealer que presto se puso en contacto con Kamhwamba y, juntos, escribieron esta alentadora novela documental convertida en best seller a nivel mundial.
A priori, no suelo ser muy de leer libros de historias de superación personal, más que nada porque, en ocasiones, el afán del escritor por acercar al lector las dificultades por las que ha tenido que pasar y a las que ha tenido que hacer frente el protagonista, han convertido la novela en un dramón de padre y muy señor mío y, en mi opinión, no corren buenos tiempos como para abandonarse al drama.
Sin embargo, cuando leí por encima la historia de William algo en mi interior me dijo que debía leer “El chico que puso hélices al viento”. Sinceramente, creo que se trataba de un choque de manos entre mi “yo científico” y mi “yo literario” en el momento en el que se cerraban el acuerdo. El caso es que mi “yo diario” supo interpretar a la perfección las señales que se encontró en su camino y ¡voilá! tuve acceso a una de las historias más bonitas, y motivadoras que he leído en los últimos tiempos.
Narrada en primera persona por el propio William, “El chico que puso hélices al viento” constituye no sólo una oda a la tenacidad y a la búsqueda del saber y del conocimiento aplicado sino un testimonio en el que se ponen de manifiesto las peculiaridades de la vida en un entorno puramente tribal en el que el hambre extrema marca el devenir diario de la gente. Quizás para mí, lo más especial de este libro radica en la sencillez de la narración, propia de aquel que sabe que ha hecho algo grande y al que le ha llegado una notoriedad que no ha buscado y cuya única pretensión (que nunca perdió de vista) es mejorar las condiciones de vida a su alrededor. Es la grandeza del que decide que con las cartas que tiene en la mano, aunque malas, pueden constituir una buena jugada. Y, sobre todo, esta novela es especial porque a pesar de la lejanía geográfica y las grandes diferencias culturales, la historia de William Kamhwamba es próxima al lector: es imposible no conectar con ella.