Todos sabemos que los ángeles de la guarda son dulce compañía, y no nos desamparan ni de noche ni de día. El amparo que ofrecen , sin embargo, acostumbra a ser menor del que de verdad necesitamos, lo cual, unido al hecho de que sólo los niños son capaces de verlos, hace de los ángeles unos grandes incomprendidos.
Ese gran desconocimiento de los ángeles ha tenido a menudo consecuencias indeseadas en en determinadas expresiones artísticas, donde con frecuencia se les ha retratado con intolerable ñoñería. No, los ángeles no son como los pintaba Murillo, ni se parecen al Michael Landon de Autopista hacia el cielo. Quizá Frank Capra se acercó algo más a la esencia angélica con el personaje de Clarence en ¡Qué bello es vivir!, pero todos ellos se equivocaban en sus expectativas.
Hace casi treinta años, Wim Wenders deslumbró al mundo con su película El cielo sobre Berlín, una sorprendente historia en la que nos presentaba a Damiel y Cassiel, dos de los muchos ángeles que, en su eterno deambular, pululan por Berlín, observando y escuchando a sus felices, aburridos o atribulados habitantes. Hoy Sebastiano Toma y su hijo Lorenzo retoman y actualizan la obra de Wenders, y nos regalan una versión magistral y bellísima de esta historia poética, profunda y universal.
En El cielo sobre Berlín ha desaparecido el muro, y nuestra vida ha sido colonizada por la tecnología, pero mortales e inmortales, humanos y ángeles, siguen igual que al principio de los tiempos. Los segundos, en su existencia eterna, recuerdan en sus charlas cómo vieron nacer la primera mañana, el día en que el río encontró su lecho, una pelea entre dos ciervos, la aparición de los homínidos, o cómo hace cuarenta años un caza soviético se estrelló cerca de Spandau. Los mortales, aislados dentro de incontables muros, se hablan a sí mismos, se preguntan qué pueden hacer para cenar o qué va a ser de sus hijos, lamentan su absoluta soledad o el atasco que les va a hacer llegar tarde al trabajo. Sólo los ángeles pueden oír sus lamentos, pero ¡ay!, no pueden intervenir, pues el amparo que nos dan no va más allá de la comprensión ante nuestras cuitas y el consuelo en nuestra hora final.
Tras visitar un edificio en el que detecta “un concierto de penas de amor en tono menor”, Daniel explica a su alado compañero que su eterna existencia espiritual le resulta excesiva, y que anhela tener fiebre, ensuciarse los dedos con el periódico, entusiasmarse “con una comida, con el contorno de una nuca, con una oreja, mentir como un bellaco, sentir que el esqueleto se mueve al caminar”, y, sobre todo, “intuir, por fin, en lugar de siempre saberlo todo”. En definitiva, Daniel quiere ser mortal, deseo que se acentúa cuando conoce a Marion, una trapecista a punto de quedarse sin trabajo.
Toda recreación de obra de arte que se precie debe aportar algo nuevo a la original. En ese sentido, El cielo sobre Berlín no es una simple adaptación literaria de la película de Wenders. Antes al contrario, Sebastiano y Lorenzo Toma han creado, con sus impresionantes ilustraciones, una obra de arte única y, paradójicamente, tan original como la película en la que se basa. Los retratos de los personajes, realizados a partir de fotografías, se sitúan en unos escenarios que nos llevan por todo Berlín, desde la puerta de Brandemburgo hasta el Monumento al Holocausto, pasando por un autobús o un cruce de calles donde las prostitutas ofrecen sus servicios. La creatividad de los autores al combinar personajes y lugares, las perspectivas, los juegos de sombras, la variedad de trazos, y los cuatro colores empleados (negro, blanco, gris y ocre), hacen de este libro una joya de la ilustración. De hecho, al escribir estas líneas, no dejo de pasar las páginas adelante y atrás, recreándome en detalles como el de las cámaras del metro captando por primera vez el cuerpo de Daniel, o en la tristísima despedida del motorista accidentado.
Hay ángeles que quieren ser mortales, y hay hombres, como ese Homero que deambula por Berlín, que a través de la poesía alcanzan la inmortalidad. Este precioso libro nos demuestra que la misión de unos y otros es la misma:
Nómbrame a los hombres y mujeres y niños que me buscarán a mí, a su narrador, a su cantor y corifeo, porque me necesitan más que nada en el mundo.