Reseña del libro “El club de los portaféretros”, de Paul Tremblay
El idilio entre Paul Tremblay y yo fue algo instantáneo, tan rápido que tan solo me hicieron un par de páginas para enamorarme de él perdidamente. Bueno, de él no, de sus letras. Fue un amor de verano, de esos de toldo, refresco con hielos y sonidos de chicharras. El escenario perfecto para dejarme llevar por La cabaña del fin del mundo.
Paul se empeñó en demostrarme que esa idea que yo tenía de que no me gustaban las novelas de terror no era más que una suposición errónea que llevaba en mi mente tantos años que había sentado cátedra. Yo no sabía si quería hacerle caso, pero ese amor se encargó de derribar todas las barreras de mi reticencia y me hizo disfrutar como nunca.
Así que ya te puedes imaginar lo que ocurrió cuando vi que se ponía a la venta su nueva novela, El club de los portaféretros. Aunque, si te soy sincera, me daba un poco de miedo adentrarme de nuevo en las palabras de Tremblay. No quería que me decepcionaran, no querían que se quedaran en algo diluido al lado de ese flechazo que sentí la otra vez. Sin embargo, ya sabemos que el ser humano es débil, y quizás por eso acabé lanzándome de cabeza a esta historia y devorándola como ya sabía que iba a hacer.
Ya la premisa me pareció fascinante: un adulto recordando sus años de adolescencia en los que decidió fundar un club para inspeccionar el cementerio de la ciudad. Por supuesto, ese club no tuvo mucho éxito, aunque lo cierto es que que contara con Mercy y su cámara Polaroid ya se podía anotar como el mayor logro inimaginable. El caso es que lo que empezó como una simple curiosidad por el cementerio, pronto se convirtió en una incursión hacia lo más sagrado. Sí, los cadáveres comenzaron a formar parte de los planes de los chicos y, bueno, digamos que el tema se les fue de las manos. Años después, este chico —que guarda demasiadas similitudes con el autor y nos hace dudar de si lo que está contando es autobiográfico o no—, se dará cuenta de que su versión, esa que ha dejado por escrito, no tiene nada que ver con la de Mercy, que vuelve a encontrarse con él después de tanto tiempo.
Es entonces cuando mi querido Paul empieza a jugar con el lector. Llega un momento en el que es imposible saber cuál es la versión verdadera, qué es lo que de verdad ocurrió en aquel cementerio. La cabeza del lector va de un lado a otro sin saber muy bien si lo que tiene delante es una ilusión o una sinceridad abrumadora.
Si bien es cierto que hubo mucha gente que se quejó un poco del final del libro que te mencionaba antes —decían que el autor había empezado muy fuerte pero que se había desinflado al llegar al final, aunque a mí me pareció una buena conclusión—, en este libro encontramos todo lo contrario. El autor empieza con un ritmo más pausado para continuar metiendo tensión, dramatismo y velocidad a medida que se va acercando el final. Todo va hacia arriba, sin parar, y eso hace que la historia sea todavía mejor de lo que se espera en un primer momento.
Este libro no ha sido amor a primera vista, tengo que admitir. Pero ha sido algo así como un friends to lovers, un romance que se ha ido fraguando poco a poco con unas bases sólidas y que ha hecho que al final soltara un suspiro al darme cuenta de que otra vez me tenía enganchada entre sus garras. Y entre las de Manuel de los Reyes, por supuesto, que ha hecho una traducción maravillosa.
Paul Tremblay, te quiero, y pienso leer cada maldita cosas que escribas.