Lo que me gusta Lew Archer. Me gusta mucho. Casi tanto como Philip Marlowe. Puede que en algunos aspectos incluso más. Un tipo como Archer se echa de menos estos días, tan franco, insobornable, directo, sosegado, perspicaz. Un tipo lejos de histrionismos, con la mente fría y un objetivo siempre claro. Atrapar al malo.
Igual a muchos les parecerá un detective antiguo o fuera de su tiempo, Archer es el paradigma del caballero; un hombre educado, de carácter templado, sin trucos en la manga, sin jugarretas. Solo su intuición y su cabezonería, su predisposición a patear las calles y su inquebrantable compromiso a llegar al final de un encargo. Aunque para ello tenga que hacer cosas que a sus clientes les incomoden profundamente. Archer no se casa con nadie, solo con la verdad.
¨-Yo creía que le caía bien, que nos caíamos bien el uno al otro.
-Y me cae bien. Pero eso es problema mío.
-Y sin embargo me trata usted sin compasión, sin sentimientos.
-Así es más limpio. Tengo que hacer un trabajo.
-Pero se supone que trabaja para mí.
-Cierto. Estoy esperando que me despida de un momento a otro.
-¿Eso es lo que quiere?
-Me dejaría libre. No puede apartarme del caso, supongo que eso ya lo sabe. Es mi caso, y lo terminaré a mis expensas si tengo que hacerlo.¨
Icono del género negro, Kennet Millar -también conocido como John Mcdonald, John Ross Mcdonald y finalmente como Ross Macdonald– creó a uno de los detectives más famosos del de la época –y de nuestros días- . Una figura un paso alejada de los detectives que venían del pulp y el hardboiled. Mcdonald se distancia de los detectives violentos y mujeriegos que llenaban las páginas de las revistas baratas para hombres y de los libros de bolsillo y crea a Lew Archer, un personaje más reflexivo y tranquilo.
Las tramas de Maconald son más elaboradas y complejas que las de sus antecesores Hammett y Chandler –con quien siempre se la ha comparado- y están llenas de giros, alejándose de cierta linealidad de las que eran presa muchas novelas de la época. Mcdonald quiere siempre jugar con el lector –en el buen sentido- y confundirlo hasta las últimas páginas. Es difícil apostar por un candidato a asesino en sus novelas, Mcdonald te manda en una dirección y luego en otra y después en otra. Y cuando ya tienes claro que estás en la dirección correcta, la vuelve a cambiar para darte el último golpe, normalmente con un final que lleva implícito cierto aspecto moral, cierta lección que ha ido desarrollando durante la historia y que llegadas las ultimas páginas -e incluso la última- suelta sin pudor para dejar claro un discurso que ha ido fraguandose durante toda la trama.
Muchas de las novelas de Mcdonald, se centran en la diferencia de clases; la gente que tiene mucho y la gente que apenas sobrevive. En El coche fúnebre a rayas no es diferente y Mcdonald enfrenta y mezcla a gente con apenas recursos, con personas adineradas y de larga tradición familiar. Parecía interesarle mucho el choque que se producía cuando introducías a alguien de diferente clase y de –quizás- escasa cultura, en círculos adinerados y cultos, en ambientes grandilocuentes, tradicionales e incluso de fuertes creencias religiosas.
En El coche fúnebre a rayas Mcdonald vuelve a esta fórmula introduciendo a Burke Damis, un tipo sin un centavo, pintor sin suerte, descarado, rebelde, y un tanto violento, en una familia adinerada, culta, tradicional y con las ínfulas de los primeros colonos. Burke ha conocido a Harriet, la única hija del coronel Blackwell, y pretende casarse con ella. Por supuesto, Blackwell no está dispuesto a que un tipo que es casi un vagabundo se una a la familia. Y más cuando su hija va a heredar una suma importante de dinero en apenas medio año, cuando cumpla los 25.
Así que Blackwell contratará a Archer para que investigue a Burke y -ya puestos- para que impida cualquier relación de ese artistucho con su hija. Pero Archer –y su intachable honradez- siempre se decantan –un poco mucho– por el desfavorecido y lejos de impedir nada, al menos a priori, investigara y –sorpresa- desenredará toda una trama de mentiras y medias verdades, de cosas que no son lo que parecen, de intereses personales y de, por supuesto, algún que otro asesinato…
Con el estilo lírico que caracteriza a Mcdonald y sus diálogos directos y afilados, El coche fúnebre a rayas es, una vez más, una buenísima historia sobre el género humano; sobre al amor, la codicia, el estatus social, los sueños, la soledad…
Tengo en casa montones de ediciones viejas de clásicos de los cuarenta, cincuenta y sesenta; amarillentas, rotas, con la letra minúscula, que se caen a pedazos. También algunas ediciones con unas cubiertas que hacen sonrojar al más pintado y que ahora serían todo un escándalo. Por eso iniciativas como las de Navona, que va a reeditar todas las novelas de Mcdonald y ya ha rescatado algunos clásicos más de género, son tan importantes. Para que los nuevos lectores descubran el germen de todo, para que se enamoren de los grandes detectives y de las pequeñas-grandes historias.