El coleccionista, de John Fowles
No sé si El coleccionista es, como se suele decir, el primer thriller psicológico moderno, pero es una novela intensa y absorbente que plantea un tenso duelo psicológico entre sus dos protagonistas.
El coleccionista llegó a mis manos de una manera poco habitual. Tengo que reconocer que si no hubiera sido de ese modo, probablemente nunca lo habría leído. Desde luego, no es el tipo de libros que suelo comprar. El coleccionista es un thriller psicológico —está considerado, de hecho, el primer thriller psicológico moderno— y no suelo frecuentar ese tipo de historias. Quizá se trate de un prejuicio estúpido (en realidad todos los prejuicios lo son) o de una cuestión de gustos, pero los crímenes, el suspense, la resolución de un misterio… son asuntos que me satisfacen mucho menos que disfrutar de una prosa bien pulida que llegue hasta el fondo de unos personajes construidos con pericia.
Ese ha sido, evidentemente, mi primer error: pensar que ambas cosas no pueden ir de la mano; John Fowles es un narrador extraordinario. Por otra parte, también erré al juzgar la novela por la “etiqueta”: si El coleccionista es un thriller psicológico, no es uno al uso. Yo diría que es mucho más “psicológico” que “thriller”. Con esto quiero decir que su autor no recurre para mantener la atención del lector (y vaya si la mantiene) a ninguno de los recursos habituales del género de suspense que tanto rechazo me producen; en El coleccionista no hay intriga, no hay pistas que seguir, ni auténticas ni falsas, ni misterio que resolver, no hay cliffhangers, ni siquiera tenemos un héroe y un villano convencionales.
El coleccionista es, en realidad, un intenso duelo psicológico. Frederick es un joven tímido e introvertido de clase media tirando a baja, un solitario oficinista cuya única afición es coleccionar mariposas. Miranda es, en cambio, una hermosa estudiante de arte, inteligente y brillante. Que Frederick se enamore de ella y se obsesione con llegar a estar a su lado no hubiera sido más que un sueño imposible —viviendo en mundos tan diferentes y siendo él un absoluto negado para las relaciones sociales— de no ser porque un buen día gana una enorme cantidad de dinero en las quinielas. Liberado de cualquier obligación, con tiempo y recursos de sobra, el reprimido y acomplejado Frederick empieza a fantasear con la idea de que si pudiera conseguir retener un tiempo a Miranda a su lado, ella terminaría por dejar a un lado las diferencias de clase, de educación y de forma de vida y se rendiría a la evidencia de que nadie puede amarla con un amor tan puro y desinteresado como el suyo.
Durante todo ese tiempo nunca pensé que fuera realmente en serio. Ya sé que tal vez suene algo extraño, pero así era. Solía decirme a mí mismo que nunca lo iba a hacer, que todo era fingimiento, y que ni siquiera habría ido tan lejos en toda aquella fantasía si no lo hubiera permitido el dinero y el tiempo libre del que disponía. Soy de la opinión de que hay mucha gente que aparenta ser feliz que no hace las cosas que hice yo sencillamente porque no dispone ni del tiempo ni del dinero. Quiero decir que darían rienda suelta a cosas que en ese momento afirman rotundamente que no harían nunca.”
Por supuesto sólo es una fantasía, soñar por soñar; él nunca haría algo tan mezquino… hasta que un día la secuestra. Encerrada en el sótano de una mansión aislada en el campo, con todas las comodidades posibles dadas las circunstancias, y tratada por su captor con una amabilidad que roza en la reverencia, Miranda comprende que no va a ser asesinada o violada —al menos no de inmediato— y comienza el duelo entre ambos. Y esto es lo fascinante de esta obra: no se trata de un combate entre el héroe y el villano, entre el bien y el mal; es algo mucho más sutil, el enfrentamiento de la obsesión contra la libertad, del miedo a volar contra las ganas de vivir, de la fealdad contra la belleza, de la avaricia del coleccionista contra la pasión del artista.
Aunque Frederick, con la meticulosidad con la que la gente mediocre y sin imaginación puede llegar a planificar las cosas, ha eliminado cualquier posibilidad de huida, por momentos parece que es Miranda, mucho más inteligente que Frederick, quien le domina a él, a quien ella llama Calibán, como el primitivo sirviente de Próspero en La tempestad. Y al igual que Próspero, Miranda, engreída y llena de prejuicios de clase, trata a su Calibán lo peor que puede.
“Hace que me vuelva distinta, tengo ganas de bailar a su alrededor, de deslumbrarle, de dejarle sin palabras. Es tan lento, tan poco imaginativo, tan mortecino. Como un pedazo de plomo. Reconozco que ejerce sobre mí una especie de tiranía. Me fuerza a cambiar, a actuar. A lucirme. «La odiosa tiranía de los débiles», recuerdo que dijo G. P. en una ocasión.
El hombre corriente es la maldición de la civilización.
Pero él es tan ordinario que se convierte en extraordinario.”
Así avanza la narración, a veces en boca de Frederick, a veces en la de su víctima, (y es fascinante la manera en que el autor se mete en la piel de uno y de otro, cambiando su estilo y su ritmo narrativo para reflejar sus personalidades tan opuestas) enfrentando a ambos sin descanso ni piedad, sin sobresaltos ni giros inesperados, pero sin que la tensión deje de aumentar ni por un momento: Fowles no necesita de ningún artificio para crear una atmósfera asfixiante en la que en todo instante se presiente que algo terrible está a punto de suceder.
Miranda pensó que Frederick era “exactamente el tipo de hombre del que una nunca sospecharía. El hombre con menos cara de lobo que he visto jamás” y acabó encerrada en un sótano. Yo casi me pierdo esta excelente novela por juzgarla por su apariencia. Podría aprender la lección, pero no soy optimista; siempre podré agarrarme a que este no es en absoluto un thriller convencional. Pero espero que de vez en cuando, para compensar, me sigan llegando libros de forma “poco habitual” que me abran los ojos.