El color de los sueños, de Ruta Sepetys
Imaginad la música de Charlie Parker alumbrando la estancia donde os encontráis. Es una estancia cálida, casi diría que ahoga de tanto calor. Pero vosotros os sentís reconfortados, con las notas saliendo del tocadiscos, con un libro entre las manos, y deseando que vuestra imaginación viaje por rincones que no habíais conocido hasta ahora. Después, cuando la música ya haya entrado por todos los poros de vuestra piel, imaginad que alguien os visita, una persona que os mira siempre con transparencia, con el que os sentís a salvo, cómodos, seguros. Sabéis que, en ese momento, en ese mismo instante, no hay un mejor lugar en el mundo para llamar hogar que el que habéis creado. Esa es la sensación, la vivís, la sentís en los pies descalzos que sienten cómo la madera fría crea un contraste, la diferencia entre sentirse vivo o completamente anestesiados. Y la música sigue sonando, con su saxofón recorriendo vuestro cuello, como el breve aliento que resquebraja esa tranquilidad que ya empezabais a no soportar. La mirada de vuestro acompañante os invita a crear un nuevo paso de baile, a tomar las riendas de vuestra vida, a cambiar las reglas establecidas. ¿Lo sentís? ¿Podéis imaginarlo? Eso es El color de los sueños. Una pequeña música que se agarra fuerte y no te suelta, jamás lo hará.
Nueva Orleans. 1950. Josie es una niña que junto a su madre, una prostituta adicta a las malas compañías y a robar la felicidad a los demás, quiere creer en un futuro mejor. En su trabajo, una librería, conoce a un señor de la clase alta que creerá en ella. Pero todo su mundo se verá envuelto en sospechas y mentiras cuando el mismo señor que creyó en ella aparezca muerto y las sospechas recaigan en su madre.
Soy de lágrima fácil. Lo reconozco. En momentos cruciales de mi vida, me convierto en un ser humano que derrama lágrimas y se enorgullece de ello. Las lágrimas contienen parte de la sal de la vida, a parte de conseguir aliviar la tensión que llevábamos acumulado en el cuerpo. El color de los sueños es un baile, es un baile en compañía. La compañía que el lector y un buen libro puede haber que los pasos sigan sucediéndose y acabemos con la melodía pegada en el cerebro. Presupongamos que yo, tras su lectura, tras el café que amenizaba el paso de mis ojos por el papel, derramé una pequeña lágrima ante el punto y final que terminaba la historia. Presupongamos, también, que tras el parapeto que suponía el libro, la realidad hace acto de presencia y ya no la veo igual, es distinta, como si algo hubiera cambiado y no supiera muy bien qué nombre ponerle. Sólo sé que algo es diferente, algo no es como lo había dejado hace escasos cinco minutos. ¿Conocéis esa sensación? Ruta Sepetys incluye en esta historia a ciertos personajes que se hacen amigos nuestros desde el primer momento, nos sacude las entrañas, nos hace viajar a una época, a un lugar, a un mundo que, a pesar de haber existido, nos suena lejano, como si los ecos de ese saxofón ya fueran nuestros, fueran para siempre parte de nuestra identidad. Y eso es algo grande, no sólo por lo que supone para el lector, que también, sino por lo que además hace que una historia se convierta en ese algo que los lectores muchas veces no podemos nombrar, pero sí sentir, y que es lo que nos hace amar la literatura.
Soy de lágrima fácil, pero al final, en el recorrido de esa lágrima hacia mis labios, una sonrisa se dibujó en mi rostro. El color de los sueños contiene las dosis necesarias de dureza, de caricias, de injusticias, de pasión, de sueños cómo no, de noche, de días, de soles que se pierden en el horizontes, y noches que hacen que las sombras parezcan monstruos capaces de devorarte. Alegrías, tristezas, muertes y vidas. Un pequeño ecosistema que se mantiene con vida por sí mismo. Hay mucho de nosotros en esta novela de Ruta Sepetys porque en realidad la literatura, con su halo de universalidad, trastoca la vida de todos aquellos que la tocan. Seamos de lágrima fácil, o de ese tipo de lágrimas que tardan en caer, que cicatrizan en nuestras cuencas, seamos de risa contagiosa, o de una risa contenida que se quede pegada en la garganta y no quiera salir. Seamos como seamos, en el calor, en el final de una historia como ésta, comprenderemos que la vida no es lo que el destino quiere que sea, sino que somos nosotros, con nuestras decisiones, con esos pasos de baile acompañados de la música perfecta, los que creamos la existencia, la vida, la lectura perfecta, en el momento perfecto. Esta lo ha sido. Y estoy orgulloso de ello.