Y si fuera el silencio que debe acompañar a las lecturas de Spinoza lo que desprendiera este libro, sería un silencio arrugado, un silencio doblado por las esquinas, en esas donde se señalan lo que debes releer, a lo que debes estar atento, aquello con lo que o te identificas o te sorprende. La calma que rodea el texto te sorprende. Nada alrededor de la lectura parece tener importancia, solo te centras en el papel, en los símbolos -dibujos y letras- que te impresionan la mente. En ese collage que resulta ser el libro, en el que Baruch Spinoza -Bento-, los dibujos y esa liturgia de señuelos, ideas, murmullos y miradas que siempre recrean los textos de John Berger; todo parece ser creado para ser observado, tanteado, acariciado o pensado; para ser asumido en tu mente, ser argamasa entre las neuronas, sin que ninguna sensación acuciante te recorte la percepción de algo diferente.
“El cuaderno de Bento” es el improbable diario, la imposible copia, del libro de apuntes que siempre, dicen y decían, acompañaba a Spinoza. John Berger tienta a la suerte, apuesta por una forma, por su versión, por lo que él hubiera hecho si hubiera sido Bento, si este hubiera vivido el siglo XX. Y no pretende asomarse al cerebro del filósofo, no pretende provocar su comportamiento, ni alterar sus ideas. No; esas ideas aparecen, ilustres, por todo el libro, enmarcados entre ropas de niños regaladas, entre las bolsas de una pequeña guía de museo, entre muertos por las estúpidas diferencias religiosas, entre olvidadas princesas que nadan en una piscina pública, entre supermercados españoles y poderosos hombres de negocios desnudos. Por entre esos resquicios, Berger ha expuesto algunos de los pensamientos de Spinoza, a la vez enigmáticos y cortantes, al mismo tiempo sorprendentes y oscuros. Sobre ellos sobrevuela esa sensación que pretende mostrar que sobre lo práctico, sobre lo racional o empírico, está ese lado del mundo que se apoya en lo etéreo, en el que prevalece lo espiritual de la vida, lo que no es contable, y, a veces, ni siquiera demostrable. Mundo, este, que en el libro está poblado de dibujos que no quieren mostrar más que una cara del pasado, una flor, un crucifijo, una mano, un pequeño paisaje, o unos ojos como collares dibujados por una niña; cosas sin aparente importancia, pero que son cimientos de una forma de ver la vida; ese mundo que, a veces, se distingue desde una mirada amistosa a las cosas más simples , y en otras se advierte la posición crítica contra los poderosos, esa acerada palabra que siempre acompaña a Berger; esa con la que aplasta a base de sustantivos, adjetivos y verbos, no ya a los poderosos de dinero y poder bárbaro, sino también a los momentos injustos, los estados que deberían ser ilícitos de amor hasta la pobreza, los lugares de violencias irracionales, de muertos sin culpa; y muestra esa angustia que ofende cuando existen personas que no nacieron en el lado iluminado de la justicia.
“El cuaderno de Bento” es un canto a las pequeñas cosas, a las maneras suaves y dignas de entender la vida, de luchar por ella, de amarla y de protestar y ofenderse y rabiar con ella. El libro es una conversación al oído, sorteando la música abrasadora que ahora suena en el mundo, que te cuenta sobre la belleza de los dibujos -aunque no sean los mejores, aunque, una vez, sea el dibujo titubeante de una niña pequeña-, que te habla del orgullo por los dibujados, te habla de “Los hermanos Karamazov” y de otros libros; te cuenta sobre la mirada hacia un cuadro, hacia los que miran el cuadro, hasta la mirada de la que te hace mirar el cuadro; que te susurra sobre lo que es saborear los pequeños detalles que se nos escapan entre esa música y los sonidos de los teléfonos que parecen ser el diapasón que mueve el mundo ahora; es observar, también, a una persona cualquiera y agradecerle un buen gesto; es mirar al bufón que dibujaba Velazquez que no a sus reyes; es contemplar al antiguo dirigente de cultura de la Alemania comunista expurgado por defender su arte; es descubrir, cara a cara sin cerrar los ojos, los horrores que nos ocultan o queremos que nos oculten; es observar la vida de los emigrantes en país ajeno, y la no diferencia entre los mundos que nos hacen creer que existen; es atisbar el simple descubrimiento de la alegría que parece iluminar un día cualquiera. Esas cosas, y muchas más, son las que aparecen en las páginas del libro que quiere mostrarme el mundo de debajo de las piedras, allá donde dormitan las salamanquesas, las ranas y parecen vivir los humanos del mundo que no salen en los periódicos si no es para contar que no volverán.
Bento, Spinoza, no escribió este libro, ni siquiera se parecerá en nada a lo que pudo escribir, excepto esas sentencias, esas “proposiciones”, que muestran que el mundo que no se puede contar en monedas o valores existe, y que es tan valioso como el mayor de los bancos del mundo, en ese donde no se sientan ni los pintores de caras tristes, ni ancianas que regalan chaquetitas a bebes, ni cariñosos guardaespaldas de ancianas que lo serán siempre, ni los bufones, ni los emigrantes, ni Ossip Mandelstam, ni verbos con sabor a ternura, ni sustantivos sobre la injusticia del mundo. No, no existieron esas cosas en los diarios de Spinoza; pero sí parece que un mundo, su mundo, resbala por las hojas del libro; igual solo es la tinta de lo dibujos que él no pintó, pero que si pudo hacerlo porque la pintura, y la literatura, y lo no palpable, se va moviendo en el mundo y cae, siglo en siglo como un fuerza que no desaparece y que se trasforma, en ciertas manos, y acaso son las mismas las de Berger y la suyas.
Este libro, debo decir, no es con el que empezaría a leer a John Berger, creo que debes, primero, tomarle el paso, acompasar la zancada de su literatura, de su mirada del mundo y de la sociedad, para luego saber sumergirte en ese escrito, personal, fuerte, minucioso y espiritual; hasta empaparte en el cauce de su torrente que ya te volverá trasparente. Merecerá mucho la pena que recorras el camino, sin adentrarte por el atajo, y leer este libro en toda su agudeza. Te lo aseguro.