El humano es de naturaleza exploradora; un primate curioso siempre ansioso por descubrir nuevos lugares. Antaño, siendo nómada, podía saciar esas ganas de sondear lugares recónditos a menudo. Luego llegaría la agricultura, y con ella el sedentarismo. Evidentemente había que quedarse en ese lugar para ver cómo crecían los tomates para posteriormente recolectarlos. Pero a pesar de todas esas ciudades colmadas de relativa comodidad, el humano aún percibía como ardía el fuego de la exploración en su interior. Por eso Cristóbal Colón descubrió América. El mismo motivo condujo a Roald Amundsen a dirigir una exitosa expedición a la Antártida para alcanzar el Polo Sur. ¡Y qué decir de la competición que llevaron a cabo rusos y americanos por ver qué nación exploraba más y mejor el espacio exterior! El final de esa carrera acabaría con los americanos dando saltitos en la Luna. Pero también serviría para sembrar el germen de una exploración más profunda, con los ojos de las agencias espaciales puestos en el planeta rojo.
Y mientras en la actualidad se suceden los descensos de naves de exploración en Marte, muchos miramos a la estrellas, y en vez de ver puntitos de luz, vemos nuevos lugares que colonizar. Y, en mi caso, siempre me hago la misma pregunta: ¿Conseguiré vivir lo suficiente para ver cómo el ser humano se expande por el Sistema Solar? Mientras eso no ocurra solo hay una forma de dejar la Tierra con destino a las ciudades cúpula de Marte, el puerto estelar de Ceres o los anillos de Saturno. Y ésta es mediante la imaginación, exaltándola sobre todo gracias a libros como El despertar del Leviatán.
En El despertar del Leviatán el Sistema Solar ya pertenece a los humanos. La Tierra y Marte son las dos súper potencias que gobiernan con puño férreo, a pesar de que entre ambos planetas hay rencillas; provocando así que en el Sistema Solar haya una calma tensa. No en vano son los planetas con más armamento. Vamos, lo que viene siendo una guerra fría a nivel interplanetario. A eso hay que añadirle que los habitantes del Cinturón, que sería como el extrarradio del Sistema Solar, no están muy contentos con las condiciones que se negocian para con sus ciudades. Por ello existe la Asociación de Planetas Exteriores. Para unos, terroristas; para otros, guerrilleros revolucionarios. Lo que es irrefutable es que son rebeldes con ganas de cambiar las cosas. Con este panorama tan tirante solo faltaba que apareciera una nave, la Scopuli, abandonada y vagando por el espacio, y que la Canterbury, que iba en su rescate, fuera atacada. ¿Quién ordenó el ataque? Y, ¿con qué motivo? Únicamente os puedo recomendar que os agarréis con fuerza a vuestro sillón porque la velocidad a la que vais a transitar por este libro os dejará aplastado en él.
Tras esta space opera nos encontramos a Daniel Abraham, autor de ciencia ficción y fantasía, y a Ty Franck, mano derecha de George R.R. Martin a la hora de adaptar Juego de Tronos a la pequeña pantalla; ambos, unidos en una perfecta sincronía, una simbiosis que todos deberíamos agradecer, trabajan bajo el seudónimo de James S. A. Corey. Estos dos señores tienen claro lo que quiere el público, lo que tiene gancho y cómo convertir al lector en un adicto que no dudará en dejarse las pestañas leyendo para llegar al clímax de la novela. Y es que al final todo está en el ritmo, y James S. A. Corey dosifica a partes iguales investigación y acción haciendo que se mezclen, sin pisarse, y manteniendo un interés que va in crescendo y que en mi caso me llevó a morderme las uñas por primera vez.
Todo el peso de la historia se asienta sobre los hombros de dos personajes; los dos protagonistas que, como antes he dicho, dividirán la novela en dos partes muy significativas, intercalando capítulos. Por un lado tenemos a Miller, un policía con tendencias suicidas que se obsesionará con el último caso que le ha sido asignado: la búsqueda de una chica que viajaba en la Scopuli. Su personalidad goza de cierta complejidad y es inevitable cogerle cierto cariño, a pesar de que por su cerebro pasan cosas muy feas. Su historia, a ritmo de thriller de investigación, se cruzará con Holden, segundo de a bordo de un transportador de hielo: La Canterbury. Holden es un buenazo, un idealista, demasiado honesto y en ocasiones ingenuo. Las aventuras que éste vive a bordo de diferentes naves son de infarto. Os avisé que os agarrarais al sillón. Cuando Holden y Miller se encuentren se verán obligados a colaborar, aunque eso signifique que en más de una ocasión salten chispas.
Pero además de una prosa que te hace pensar en una de esas buenas pelis palomiteras de ciencia ficción y unos buenos personajes, una space opera debe tener más elementos clave, tales como: aventuras por el espacio, todo tipo de naves con acojonantes avances tecnológicos, batallas, una chispita de amor y ciudades futurísticas (si son oscuras, un poco opresivas y contrarias al término hogareño, mejor que mejor). El despertar del Leviatán cumple con todos esos aspectos. Además no deja de lado cierta rigurosidad científica (en lo referente a las aceleraciones de las naves y los efectos que ésta produce en un cuerpo humano) pero siempre, y como debe ser, tomándose necesarias libertades especulativas (el zumo, el jaleo que se lía en Eros, la titánica Nauvoo, etcétera).
Y si al final todo esto no es un batiburrillo que suene a chino es gracias también al traductor David Tejera Expósito (traductores, grandes olvidados de la historia de la literatura) que hace un trabajo excelente no solo traduciendo, sino también adaptando nombres y términos que en una novela de este género, y como bien suponéis, no son pocos. Solo cabe finalizar con una simple pregunta: ¿Para cuándo tendrá pensado Ediciones B publicar la segunda parte de la saga The Expanse?