El detective moribundo, de Leif GW Persson
El detective moribundo ha sido saludada como la mejor novela de ese Odín de las letras criminales llamado Leif GW Persson. ¿Es así? ¿Puede esta novela ser mejor que las aventuras de Evert Bäckström? ¿Mejor aún que la trilogía El declive del Estado de Bienestar? ¿Es eso posible?
Para responder adecuadamente a esas preguntas, examinemos primero El detective moribundo.
Su protagonista no es Bäckström –aunque este genial personaje hace acto de aparición en El detective moribundo, pese a que no sea el detective al que hace alusión el título (menos mal)– sino Lars Martin Johansson, otro conocido de los fieles de Leif GW Persson, pues era uno de los protagonistas de la ya mencionada trilogía, una de cuyas características era su carácter coral, algo poco frecuente, según mi experiencia lectora, en novelas de género criminal.
Si hemos leído la trilogía, recordaremos a Johansson como aquel policía que podía ver más allá de la siguiente esquina; un hombre noble, entregado y verdaderamente motivado por la búsqueda de la verdad, sea cual sea y cueste el precio que cueste. En aquella trilogía, lo vimos enfrentarse al crimen supremo de la historia y de la psique colectiva de Suecia y del conjunto de Escandinavia: el asesinato de Olof Palme. El detective moribundo es… simplemente otra cosa.
Nos reencontramos con Johansson muchos años después de aquellas aventuras. Ahora está felizmente jubilado y le encantan las salchichas con una guarnición potente. Es justo al disponerse a disfrutar de esa comida cuando a Johansson le sobreviene una embolia que lo lleva derechito al hospital y, por cosas del destino, a enfrentarse a un caso del pasado que no tiene nada de frío: el asesinato de una niña de 13 años, un crimen que ya ha prescrito pero que no ha sido olvidado. Lars Martin Johansson, enfermo, cansado y traumatizado por su nuevo estado, se propone resolver ese caso, aunque sea desde la cama de su hospital o desde su casa. ¿Creen que lo conseguirá?
El detective moribundo nos muestra a otro Johansson pero, sobre todo, a otro Leif GW Persson que, sin elaborar una trama con múltiples y complejas interacciones entre múltiples personajes que aparecen y desaparecen y cuyos diálogos hace falta leer dos veces para captar el sentido entre líneas (y aun así) ni cargar las tintas en el aspecto satírico-festivo para trazar una afilada y mordaz crítica al sistema, así, en general, opta esta vez por un tono más íntimo, más concentrado en su protagonista, un personaje al que desnuda sin melodramas ni redundantes insistencias en cosas ya dichas, sin necesidad de largos párrafos descriptivos, muchas veces sólo con un par de líneas y un diálogo de lo más cotidiano pero indudablemente oportuno que, sostenido entre los personajes adecuados y en el momento justo, basta para marcar el tono y para mostrarnos las honduras psicológicas de nuestro protagonista. No nos hace falta más. Persson se pone sensible, pero no sensiblero; en una novela en la que, más que en ninguna otra, se ocupa de la parte triste pero inevitable de la vida -la enfermedad, el desvalimiento, el miedo a la muerte-, Persson vuelve a hacer gala de su sentido del humor, que no es tanto una voz irónica y burlona como una ligereza optimista y libremente aceptadora de esta curiosa experiencia que es la vida, llena de casualidades o de juegos de manos de la providencia, llámenlo como quieran (que es lo que hace Johansson, nuestro policía).
El detective moribundo nos ofrece una entretenida trama de pillar al asesino, pero, sobre todo, es un retrato de un hombre noble que, viéndose postrado en cama y con sus facultades mermadas -pero no perdidas, en absoluto-, ni siquiera así puede ni quiere renunciar a sus principios, a su amor por la verdad.
¿Es El detective moribundo, pues, la mejor novela de Persson? Para algunos, lo será. Para mí, no llega al nivel de la espléndida y ya mencionada Trilogía, y no es tan fácil de leer como las novelas protagonizadas por el incorregible Bäckström. Es una novela diferente al resto de las escritas por nuestro autor, disfrutable por sí misma y complementaria a las anteriores. Vamos, un nueve.