A Julio, su padre nunca lo llevó a ver la nieve. En Texas no acostumbra nevar. De hecho, Julio Juan, su bisnieto, sólo recuerda una vez que nevó. Es posible que también su padre Julio Tomás, su sádico tatarabuelo Juan o su tío Julio José todavía lo recuerden, aunque cien años dan para muchos recuerdos. Y si en las líneas precedentes creéis haber encontrado alguna referencia a Cien años de soledad, habéis dado en el clavo.
Beto Hernández está acostumbrado a que comparen su obra con la de García Márquez. Palomar, el legendario pueblo donde transcurre la saga del mismo nombre, está considerado el Macondo de la novela gráfica, un lugar anclado en un pasado mítico que no le permite entrar en la modernidad, sino tan sólo otearla. De modo parecido, desde la colina que se alza junto a la casa de Julio, las cruces de las tumbas, una por cada generación que se va, contemplan el paso del tiempo y el devenir de la familia a lo largo de este día, un día que dura cien años y que se extiende desde el negro de esa boca que emite su primer vagido hasta el día en que, en brazos de su madre, exhala su último suspiro.
Ese primer vagido y ese suspiro final son el marco tristemente perfecto para el siglo XX. Uno de los personajes más trágicos, el hijo de los Gómez, expresa de manera parecida, a su regreso de la guerra, el horror de lo visto y del porvenir. Lo hace con un grito sin palabras que es casi un aullido y que nos recuerda poderosamente aquel otro desgarrador grito mudo, el del artista noruego Edvard Munch.
A veces somos personajes secundarios de nuestra propia vida. En El día de Julio asistimos a los avatares del pueblo, de la familia de Julio, de sus amigos y del país. Lejos de tomar en algún momento las riendas de su vida, Julio y su amigo Tommy se conforman con ser meros espectadores de la historia del siglo XX. Los grandes acontecimientos del siglo puntúan el relato de una vida a la que afectan por igual los pequeños sucesos del pueblo. Así, el crack del 29, la Primera Guerra Mundial, la Segunda, Corea, Vietnam o la aparición del sida no tienen más importancia que el traumático primer día de escuela de Julio, el hombre adinerado que se enamorará de él, esa niña que no puede ir al colegio porque es fea, o los gusanos azules con los que se envenena su padre.
Pese a que las referencias a la obra clave del realismo mágico son evidentes, las similitudes entre ambas obras son más bien escasas. Allí donde Gabo se explaya en un torrente de palabras e historias que se entrelazan de manera interminable, Beto Hernández nos cuenta este día de cien años en cien páginas, y lo hace con un uso magistral de la elipsis. Hernández prefiere dejar que sea el lector quien ate cabos allí donde haya que atarlos, y que fabule allí donde no los hay. La escena, mencionada más arriba, en la que el padre de Julio se envenena con unos gusanos azules nos resulta un tanto extraña la primera vez que la leemos. Con la relectura, sin embargo, nos damos cuenta de que es absolutamente enigmática, nos hacemos más y más preguntas, y nos maravillamos del modo en que el autor recoge hacia el final de la obra uno de esos cabos que ha dejado tirados. ¿Quién es ese tendero judío? ¿Qué le lleva Julio en su zurrón? ¿Quiénes son esos grotescos padres de aspecto centenario y qué mundos va a recorrer su hija, esa niña que no tiene una triste camisa que ponerse?
Las colinas de un negro sin matices, la lluvia torrencial que convierte a los habitantes del pueblo en sombras anónimas, los árboles, ominosos y siempre cercanos a la muerte; todos ellos quedan como testimonios del paso del tiempo, que cambia tantas cosas y que deja todo inalterado. Misteriosa y al mismo tiempo sencilla, poética, desgarradora y universal, la novela gráfica El día de Julio es una nueva obra maestra de Beto Hernández.