Solo hay una decena de libros que no presto nunca. Son aquellos que cumplen una doble condición: que me hayan herido gravemente y que no pueda encontrar otra copia de ellos con facilidad en caso de pérdida. Uno de esos, quizá el más icónico de esta categoría, es El ladrón de morfina, de Mario Cuenca Sandoval, que en su día publicó la difunta 451. Su impacto me arrastró a conseguir los libros anteriores de Cuenca Sandoval, incluso Boxeo sobre hielo (a pesar de mi aversión a su editor), y que espere cada uno de los posteriores con una ilusión que ni en los mejores días de los Reyes Magos.
Así ha ocurrido con El don de la fiebre, su biografía novelada de Olivier Messiaen que ha publicado Seix Barral cuando ya asomaba la primavera, porque no podía ser de otro modo. ¿Que no les suena de nada el nombre de Messiaen? A mí tampoco me sonaba hace un mes, y más allá de que se nos debería caer la cara de vergüenza a los cinco (a los cuatro gatos que me leen y a mí), para disfrutar del libro no hace ninguna falta, y después de hacerlo habrán corregido este tropiezo histórico.
Olivier Messiaen se comió en vida el siglo XX entero, excepto dos mordiscos simétricos de ocho años por cada uno de sus lados. Dotado de una sensibilidad natural y extraordinaria para la música, fue un genio precoz en un momento magnífico para serlo, los años veinte. Inspirado por el canto de los pájaros y llevado en volandas por su fe cristiana, la obra de Messiaen se situó a la vanguardia de la música a pesar de partir de dos influencias tan clásicas y conservadoras. Su brillo se vio únicamente ensombrecido por la gran oscuridad del siglo, la guerra, y sufrió en un campo de concentración alemán después de haber sido apresado en el frente. Aunque precisamente allí, en el Stalag VIII-A, y con unos medios más que paupérrimos, compuso y estrenó su Quatuor pour la fin du temps, quizá la obra por la que es más recordado, tanto por la música en sí como por las condiciones en las que fue concebida. Tras su poco heroica liberación, su figura no dejó de crecer hasta convertirse en un autor reconocido y reclamado por las más altas instancias.
El retrato que realiza Cuenca Sandoval de todo ello es mucho más sensorial que académico, tratando de trasladar al papel la sensibilidad exacerbada de Messiaen y exprimiendo las posibilidades estilísticas de la música en el papel. Del mismo modo que el compositor preconizaba la ruptura del ritmo, el escritor no se ciñe al patrón cronológico, que solamente tiende una fina línea entre los extremos del libro que desaparece llevada por los recuerdos del protagonista. Y aunque permanece completamente centrado en él, quedan también marcadas en la memoria del lector las figuras de tres mujeres: su madre y sus dos esposas. Hipersensibles, con talento para el arte (la poesía en el caso materno, la música en los otros dos), su devenir está en el origen y en el desarrollo de la obra del genio, hasta tal punto que, por ejemplo, las mejores interpretaciones de su obra están grabadas en manos de Yvonne Loriod, la esposa que le sobrevive.
En definitiva, El don de la fiebre compone una biografía libre de un personaje no excesivamente conocido, alejada de la hagiografía, que no llega a nuestras manos gracias a ningún aniversario y que, por ese mismo motivo, conviene celebrar por sí misma. Más regular y por tanto menos sorprendente que Los hemisferios (su libro anterior), El don de la fiebre es ampulosa y contundente, como un postre riquísimo pero pesado que es mejor tomar en bocados pequeños, y que muchos no llegarán a terminar. Embriagadora pero exigente, contundente, rica. Extraordinaria, sin duda, una piedra más en el camino del particular culto que algunos profesamos a su autor y, al tiempo, un metro más del abismo que lo separa del resto.
Lean a Cuenca Sandoval, por favor. Si no les gusta da igual, pero es necesario que siga escribiendo. Háganlo por mí, que según me hago mayor cada vez espero menos cosas de la vida como espero la llegada de cada una de sus obras.